No hablamos


La no correspondencia,
los ojos que se escamotean: 
un sentido de dignidad florecido,
terriblemente florecido, 
en el médano del deseo insatisfecho.

No mirarte, decía.
Hablar para otros, 
sentir tu herida de desprecio
como una bofetada,
y en el fondo 
saber que estás alerta de mi presencia.  

Nos saludamos, 
pero no hablamos.
Atravesé un umbral, 
seguramente sin retorno:
el del hombre que se declara,
poniendo palmo a palmo,
y entre ruidos de sillas, 
su sinrazón anhelante,
su grave paracaídas.

No hablamos, repito. 
Yo te di una mirada cordial.
Tú giraste, sutilmente.
Me viste. Yo saludé a algunos presentes. 
Y luego hubo silencio.
Los dedos que no se buscan. 
Las llamas que se aletargan. 

Quizá haya otro destino 
dentro del laberinto de adioses.
Sin embargo, 
parece que Ariadna ha perdido,
irreversiblemente, 
su hilo, 
su futuro, 
y aquel médano de besos 
ya se cierra,
acorde a la indiferencia
de ni siquiera escribirnos.


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