Orientación

Que no es lo mismo pisotear que dejar huella


La hodegética es una de esas ramas del conocimiento cuyo nombre nos parece tan extraño que nos hace pensar que se trata de un conjunto de saberes propios de una élite intelectual. Por lo menos así resultó para mí hasta hace dos semanas cuando recién me enteré de su existencia. Debería sonrojarme por ello. Fundamentalmente porque el término tiene que ver con los campos de la pedagogía y de la teología: los dos pilares fundamentales de mi formación profesional. Pero no me da vergüenza desconocer. Por el contrario, me da una razón más para emocionarme por conocer.

Resulta que – y aquí no voy a explicar en una forma estrictamente académica el término – la hodegética tiene que ver con la tarea de la transmisión del propósito de los estudios a través de la formación y el gobierno de los alumnos. Es decir que se ocupa de la orientación y la guía y de los estudiantes. Presupone un estado de madurez por parte del que educa. Es decir que sólo podrá indicar el camino aquel que ha tenido la valentía no sólo de recorrerlo sino de hacerse familiar con el territorio. La hodegética, de esta manera, rescata dos dimensiones de la labor educativa que son relegadas con frecuencia: la ética y la estética.

La dimensión ética nos recuerda que todo conocimiento adquirido requiere de la asunción de una responsabilidad enorme. El conocimiento, de por sí, no es bueno ni malo: el carácter ético depende del uso que el ser humano hace de él. La figura de Alfred Nobel resulta muy iluminadora en este sentido: famoso por la invención de la dinamita que cambió el curso de los procesos de extracción de minerales pero también el destino de las guerras entre las naciones, plasmó en su última voluntad una especie de conciencia responsable sobre el conocimiento que había producido. Decidió que con su fortuna no sólo se reconocieran los mayores avances en física y química, sino también se destacaran los aportes más significativos en medicina, literatura y paz.

Hoy necesitamos rescatar esta dimensión ética en la educación. Nos lo grita fuerte el escándalo de la corrupción en Colombia. Nos lo evidencia el hecho de que los más grandes ladrones (y me disculpan el uso del adjetivo “grandes” que ellos no merecen) son egresados de las mejores facultades en las Universidades más prestigiosas del país cuando no estudiantes en famosas Universidades de Europa o Norteamérica. Nos lo reclaman los cientos de víctimas – muchas veces silenciadas – de esta tragedia que se traduce en edificios que se derrumben, puentes que se caen, hospitales que se cierran con pacientes que deben morir en sus puertas, instituciones educativas que estafan a jóvenes con ganas de estudiar, poblaciones que quedan en riesgo por irresponsabilidades personales e institucionales…

La ética en la educación debería traducirse en voces con autoridad que sean capaces de señalar lo que es correcto de lo que no. En consensos sociales que pongan la dignidad de cada persona como el primero y principal fin de toda acción, de toda Institución y de toda decisión. En la construcción de una identidad que pase por el cuidado personal, el cuidado de los demás, el cuidado de la sociedad y el cuidado de nuestra casa común: la tierra que habitamos. Necesitamos recuperar esta dimensión ética en los educadores con urgencia. No significa ello que tengamos que ser seres casi angélicos, pero sí personas con una claridad y transparencia tan auténticas que podamos inspirar en otros el desarrollo de los valores y la protección de los derechos. Y esa opción tiene que ser auténtica, alegre y valerosa.

Es allí donde la ética se encuentra con la dimensión estética de la educación. Enseñar a ser buenos y aprender a ser buenos tiene que ser una experiencia bella, agradable y placentera. A transitar por este camino no se puede enseñar con el maltrato, la violencia o la dominación. Eso jamás ha funcionado. El camino de la bondad no se obliga a recorrer sino que se invita a andar. Y como en toda experiencia estética, requiere de tiempos de contemplación, de silencio, de aceptación de errores, de fracasos, de recomposiciones. Todas estas acciones requieren de un ejercicio de diálogo y de comprensión, de descubrimiento del sentido y de la valoración del aporte que cada persona hace en su experiencia educativa.

La hodegética, que en teología también tiene que ver con esa tradicional tarea del “cuidado de las almas”, es esa dimensión de liderazgo en el servicio. Un liderazgo como el del maestro quien, con toda sencillez, pero en la absoluta claridad de lo sagrado de su tarea, no se olvida de que es de quien se espera tener la orientación por el camino hacia el bien.

No se confunda, 
no es lo mismo pisotear que dejar huella, 
usted tan sólo mira al cielo 
mientras yo veo las estrellas. 
Mi guitarra, el mar, dos libros y la luna, 
y el amor, sin más, son mi mayor fortuna. 

Melendi y Chocquibtown. Mi mayor fortuna.


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