¡Orson, Kenosha está en llamas!


Kenosha es un pueblecito en medio de la nada, en el Estado de Wisconsin, Estados Unidos. Sus habitantes no pasan las noventa y dos mil almas; es decir, todos cabrían en cualquiera de los grandes estadios de fútbol americano y sobrarían sillas. Nada importante había ocurrido ahí desde el nacimiento del gran director de cine Orson Wells, hasta que un policía le metió siete tiros a Jacob, dejándolo en estado crítico y, muy probablemente, sin movilidad de la cintura hacia abajo por el resto de su vida.

Voy a ponerme en los zapatos de Jacob y a revivir ese nefasto momento: es domingo y estoy haciendo un asado para mis hijos, es un espacio familiar con algunos amigos e invitados. Algunos de los invitados comienzan a tener una acalorada discusión, la cual trato de calmar e intercedo para que las cosas no pasen a mayores. Alguien llama a la policía. Llegan los policías y las cosas, en vez de calmarse, se agravan. Trato de irme del sitio, logro subir a mis hijos al carro, me quiero ir desesperadamente, ya no me siento seguro con la policía en el lugar y temo por mí y mis hijos.

La policía me persigue, me dice que me detenga y no hago caso. Solo quiero alejarme de esa indeseable situación. Abro la puerta de  mi carro, siento que me agarran de la camiseta y, mientras trato de meter mi cuerpo al vehículo, oigo estallidos como truenos que penetran mi cuerpo. Mis hijos ven los fogonazos que salen de la pistola Glock 40 del policía. Pierdo el conocimiento. No sé si despertaré nuevamente para ver a mis hijos.

Ahora, me pongo en los zapatos del policía (del que aún no se conoce el nombre, quizás para protegerlo): Es domingo. Desearía estar en mi casa con mi familia, en vez de estar patrullando las calles de este pueblo donde nunca pasa nada. Llega una llamada para atender un problema doméstico en un barrio negro. Claro, debe ser un problema como en los que siempre están metidos esos negros: drogas, armas y peleas. Llegamos al sitio y encontramos a un negro discutiendo con otros más. Les digo a esos negros que se identifiquen. Uno de ellos se rehúsa a contestar. Me ignora. Coge a unos niños y se los lleva a un carro. Me sigue ignorando. ¿Qué es lo que se cree este negro hijueputa, que no me hace caso? Le digo que se detenga. No lo hace. Se va a meter en su carro y se va a escapar con esos niños, pero no lo voy a dejar, porque soy la autoridad. Ese negro me debe obedecer y no lo hace. Me está haciendo quedar como un estúpido ante todos. Lo voy a detener a como dé lugar. Lo agarro por la camiseta, pero no logro pararlo. Se va a meter en el carro, se va a fugar, no lo voy a permitir: disparo uno, disparo dos, disparo tres, disparo cuatro, disparo cinco, disparo seis, disparo siete… ¿Será suficientes? Bueno, ya no se mueve. Pido que llamen una ambulancia.

A escasos tres meses del caso de George Floyd en Minneapolis, ahora, una vez más, el nombre de un hombre afroamericano, Jacob Blake, ocupa los titulares, debido al uso desproporcionado de la fuerza por parte de la policía. Kenosha está encendida y muchas ciudades más de los EE.UU., arderán por esta repetida afrenta en contra el pueblo negro de ese país.

Mientras tanto, en Colombia muy poco o nada se sabe de las motivaciones que dieron como resultado la muerte de cinco jóvenes del barrio popular de Llano Verde, en Cali. El presidente fue a visitar, y nada más. Ya han pasado más de dos semanas y la investigación nada arroja. Nadie sabe, ninguno dice. ¿Cuántas vidas negras deben perderse, desperdiciarse en el vacío del tiempo como si nada valieran?

Cuando se dice “Las vidas negras importan”, lo que se quiere decir no es que las vidas de los negros y negras son las únicas que importan, o que valgan más que cualquier otra, como repetidas veces tratan de hacerlo ver mentecatos y radicales de mente estrecha. Lo que se quiere decir es que las vidas de los negros y negras valen tanto como las demás, porque cada una de esas vidas es extremadamente importante y hasta vital para un padre, una madre, un hermano o hermana o un hijo o hija.

Sin llegar a la violencia, algunas veces se necesita encender una llama, que mande un mensaje que diga que ya estamos hartos de la recurrente violencia en contra de los que estigmatizadamente se cree que valen menos.

Orson, Kenosha está en llamas.


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