A mis 40, veinte: Primer Capítulo. Señorita Dorada.


Primer Capítulo: Señorita Dorada.

 

-¿Qué será estar enamorado?

Tumbado sobre la arena blanca de la playa de Villajoyosa te escucho cuando el campanario del pueblo da las seis y el sol aún no se atreve a despedirse de esta templada tarde de julio.

-¿Qué será que te miro y me pregunto si sientes lo mismo que yo?

Me observas sentada a mi lado, relajada, manchados tus muslos de finos granos cálidos. Me contemplas sonriendo burlona desde tus ojos tan azules que me queman, que me encienden y me apagan, que me empujan alegres y despreocupados contra el escenario de casitas de colores que recoge nuestra escena de joven pareja enamorada.

-Quizá no sea más que un instante, lo que dura un suspiro, algo tan breve que sólo se siente cuando ya se ha ido.

Me dejo acunar por la luz que te acaricia casi sin querer, deslizándose perezosa sobre tu piel, sin molestar, sin pretender otra cosa que no sea mostrarme los pliegues vespertinos de tu ser, deslumbrarme con el brillo del agua de mar que aún te humedece, que me hace suspirar, que me obliga a bajar la mirada y no saber que responder.

-Quizá no sea nada.

Las olas agotadas se deshacen frente a nosotros. El anciano piélago, cargado de viejos recuerdos y héroes ahogados, nos contempla extenuado. La brisa se detuvo en un lugar perdido del pasado y no sabe volver a casa. Que alguien la ayude, que alguien le devuelva las llaves de la Ítaca perdida.

-Respóndeme…

La quietud nos envuelve. Nuestras figuras habitan el contorno del horizonte. Mi mente vuela entre las diminutas nubes blancas. Tu mano abierta, cinco finos dedos rosados, pasa frente a mis ojos negándome la eternidad del cielo. Observas callada las suaves crestas de espuma desvaneciéndose unas sobre otras, sin dejar rastro, sin ser la primera más que el ayer para aquella que viene después y a la que tampoco se recordará mañana, y al verte hacerlo siento que este momento nació para huir de mis manos y grabarse en mi somnolienta memoria. Desvías la mirada al cielo y contigo veo una gaviota que flota indolente sobre nosotros. Se detuvo indiferente a su destino. Clavada en lo alto como con una chincheta imaginaria. Sin saber dónde ir. Sin saber qué hacer. Sin saber si dejarse caer o seguir viviendo un agitar de alas más. ¿Acaso hay alguien que lo sepa?

-Déjame oír tu voz…

Te miro. Separo los labios. Mi mente se vuelve neblina de recuerdos. ¿Recuerdas nuestra primera cita? Yo no podía dormir. No sabía por qué, pero no era capaz de dejar de pensar en ti. Sentía, es increíble sentir tal cosa, que, si permanecía un solo segundo más en esa cama en lugar de levantarme y llamarte, me arrepentiría como de ninguna otra cosa en mi vida.

-Yo ya estaba desnuda y acostada.

Pero al escuchar mi voz te vestiste y aceptaste mi loca propuesta de salir a tomar cualquier cosa en aquella noche oscura, cerrada y silenciosa de una pretérita ciudad centroeuropea. ¿Recuerdas su nombre? La ciudad donde las casas tienen ojos, la llaman. Ventanas que nos miraban cuando entre sus calles nos deslizábamos entre susurros y palabras medio pronunciadas.

-Pensé que tomaríamos un café en el hall del hotel. Por eso no llevaba abrigo. Aun no sé en qué pensaba cuando salí contigo en busca de aquel lugar pequeño, acogedor y lejano en el que habíamos estado horas antes con todo el grupo.

Al poco tuve que dejarte mi abrigo. Mujer del norte de Europa y, sin embargo, aterida a los pocos pasos de caminar junto a tu improvisado galán mediterráneo.

-¿Qué te hizo llamarme esa noche?

No lo sé. ¿Alguien sabe los verdaderos motivos por los que se enamora? Quizá no me sentía feliz en mi relación previa. Quizá eras tan hermosa que dolías, con tu mirada perpetuamente melancólica, tus cabellos dorados casi blancos y tus ojos de cielo. Quizá aún creía en los sueños y las fantasías. A lo mejor fue esa ciudad embrujada en tierra de vampiros y hadas. Nunca he sabido las razones por las que uno ama. No creo que las haya. La belleza no lo es si debe justificarse. Amar es desear vivir. Desear vivir un segundo más para entregárselo al ser amado. Maldecir tu suerte y al mismo tiempo llorar de alegría. Amar es sentirse vivo y darse cuenta que antes no lo estabas, saber que nunca lo estarás tanto como ahora.

-Y apenas un par de meses después estábamos en Granada.

Todo había quedado atrás. Los miedos, pero también las seguridades. Ambos saltamos a lo desconocido movidos por el amor. Nos encontramos bajo la fortaleza roja de la Alhambra y a sus pies te ofrecí un anillo en símbolo de mi deseo de unirme a ti. Lo viste, me abrazaste y no fue necesario que me dijeras que sí.

-¿Te das cuenta que siempre que hemos sido felices ha hecho frío?

Aquella noche donde ninguno pudo ya dormir. La tarde de otoño en la que nos perdimos en las calles de Milán. Patinando divertidos sobre finas placas de hielo en el Paseo de los Tristes a la mañana siguiente de habernos prometido. Es cierto. Tú viniste a mí del frío y yo te traje a ti a la playa de mi hogar, donde siempre brilla el sol, donde nunca se va el calor, junto a dunas de arena tibia, palmas mecidas por el viento, al borde de la islita de los piratas en la que comimos arroz y marisco, en esta playa en la que ahora yacemos recordando.

-¿Crees que esto terminará algún día? ¿Crees que llegará el momento en el que ya no nos amemos?

Imposible saber aún que, dentro de dos años, viajaré a tu hogar del norte y ambos nos daremos cuenta de que todo está acabado, que las relaciones se mueren sin que puedas hacer nada por evitarlo, que la tarde perfecta con tu madre y los cisnes de película jugando en el lago junto a su casa, cerca del bosque, a dos pasos del manantial de agua clara, será un momento de despedida, aunque no queramos reconocerlo.

-Mira ese velero allá a lo lejos. Blanco sobre azul oscuro. Detenido. Estático. Parece una broma de Dios. Parece que lo haya dibujado entre el cielo y el mar.

La última vez que nos veamos, durante las postreras luces de un día de agosto, ya al final del verano, tú me darás una patata y sonriendo dulce me dirás: “este humilde fruto simboliza el corazón de mi tierra, lo que somos, lo que te ofrezco”. Lo recibiré divertido sin entender, lo conservaré varios meses, acabará en la basura. Aún recuerdo verte por última vez desde el autobús en el que me alejaba, dejándote sola en aquella avenida lluviosa, gris y empapada.

-¿Crees que el amor puede sobrevivir a una relación a distancia?

Pasarán los meses. Tú dudarás. Yo te seré infiel. Casi nos olvidaremos el uno del otro. Cuando ya parezca que todo esté acabado, tú volverás a visitar mi playa y yo volveré a ponerme una flor en la solapa. Volveré a sonreírte, volverás a abrazarme, pero ya nada será igual, el tiempo habrá pasado, el amor se habrá ido. El amor quizá nunca fue más que una fantasía que sólo estuvo en nuestras ilusiones, en nuestros deseos de cambiar el mundo cogidos de la mano para descubrir que el mundo nos cambió a nosotros. El mundo siempre nos cambia a nosotros.

-¿Qué será estar enamorado?

-Este momento.

Ya se ha ido.

Bajas la mirada. Me sonríes. Nos perdemos en el horizonte.


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