Un paseo por el barrio


Uno de los principales retos al estar en una ciudad nueva es aprender a moverse en ella. Caminar, usar el servicio público, usar carro, o ser hípster/ millenial y/o fit y preferir medios de transporte alternativos implican un ejercicio para el recién llegado. En mi caso, con el paso del tiempo he intentado usar todos los medios posibles para movilizarme. Bueno, no todos, hay un par que aún no me he atrevido o no he tenido la necesidad de usar.

Hoy, después de más de mil días en esta ciudad puedo decir que he probado o padecido (casi) todos los medios de transporte disponibles en Cartagena, y en las próximas entradas les contaré algunas historias sobre lo que es moverse en la ciudad. Empezaré por lo más básico, barato y obvio. Caminar por el barrio.

Octubre de 2014, una cachaca recién desempacada en la ciudad, con dos hijos pequeños y un marido que trabaja. Aburrida y sin mucho qué hacer más que ser ama de casa transcurren mis días. El calor y la humedad inclemente sacan lo peor de mí y de mis retoños. ¿El plan? Ir a dar una vuelta por el barrio y si estoy de buenas, encontrar un lugar con aire acondicionado. ¿Cómo? Caminando, por supuesto, pero con un grado de dificultad: empujando un coche. Coche doble para los andenes de Cartagena

 

Sin entrar en detalles sobre lo que es lograr salir de casa con dos niños, llego a la calle, llevo lo necesario, agua, algún juguete, el coche, los niños y, a caminar. Primeros diez metros y pum, un poste en medio del andén, lo esquivo con agilidad. Continúo mi paseo y llego a la esquina, quiero cruzar pero no hay una rampa que me permita bajar el coche, segunda dificultad, luego de unos bruscos movimientos logro bajar, cruzar la calle y subir de nuevo al próximo andén. Sigue el paseo y uno de los niños empieza a llorar, no para, cada vez llora más fuerte. Sudo por el sol que no cede, por la humedad que no se me despega y por el llanto desesperante. De pronto, el señor que cuida los carros en la esquina me grita “seño, la niña está llorando”, lo miro y le sonrío, sigo caminando. La niña sigue llorando, otra mujer, mayor ella, se acerca con cara de consternación, mira a la niña lavada en sudor y en lágrimas, me mira muy seria y me dice, “pobre niña, esta no es hora para salir con niños con el sol tan caliente, ¿no ve que está llorando?”, una vez más me trago mis palabras pero ya no sonrío. Y juro que al próximo que me diga que la niña está llorando se la entrego y salgo corriendo.

En medio del llanto y la gente que me señala lo obvio, viene el hueco. Es lo suficientemente grande como para que una llanta se atasque, freno en seco y una vez más, unas cuantas maniobras y logro salir. En este punto ya no quiero seguir, he recorrido solo tres cuadras y decido devolverme, frustrada, sudada y con los dos niños llorando. En mi camino de vuelta, descubro algo que en Bogotá nunca me había pasado, un taxi y una moto frenan y me dan paso, punto para Cartagena. Un señor se apiada de mi y me ayuda a subir el coche al andén, no sin antes señalarme que la niña va llorando, claramente no soy capaz de dejar a la bebé y huir, pero le respondo, “sí, ya me di cuenta, gracias”. Sigo mi camino de vuelta, de nuevo el que cuida los carros, de nuevo el hueco y de nuevo el poste.

 

Con el tiempo algunas cosas han cambiado en mis caminatas, otras no. El poste y los opinadores espontáneos siguen allí. El hueco lo taparon cuando arreglaron los andenes del barrio, también pusieron rampas, pero no sirven de mucho, pues los conductores parquean sus carros justo al frente de ellas. Ya entendí la importancia de la sombrilla incluso cuando no llueve, aunque no sea capaz de usarla. Entendí también eso del “sol caliente” y de sentirse “ensopao”. También aprendí a caminar por el andén donde haya sombra y a saludar a todo el mundo. He descubierto el placer de la limonada helada que venden en la calle y hasta el momento no me ha dado salmonella. Me encanta caminar cuando hay fresquito y el sol ya ha bajado, pero también a pleno medio día cuando siento que no voy a llegar a mi destino. Eso sí, al medio día voy preferiblemente sin hijos y sobre todo sin afanes, pues la gran lección es que las altas temperaturas y el sol que tanto buscan los turistas son los culpables del “cógela suave”, pero ese será tema para otra entrada.


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