TREMENDA PELÍCULA: PÁJAROS DE VERANO


No es porque Jhon sea mi amigo. No es solo porque todo el mundo quiere a Jhon Narváez que actúa en la película Pájaros de Verano. Es porque la película es tremenda película.

Es así porque es una película que emociona a medida que echa un cuento bien contado. Como a uno le gusta que le digan las cosas: la verdad clara y de frente. Y eso significa que los directores Ciro Guerra y Cristina Gallego ponen en práctica una filosofía artística de alto nivel. Eso significa que saben anticipar lo que pasa por la cabeza de uno, cuando está viendo su película.

Se puede decir que la obra se trata del origen del narcotráfico en Colombia o de la bonanza marimbera de los años sesenta y setenta. Se puede decir que se trata del carácter indomable de La Guajira su gente y su desierto. También se puede decir que se trata de una película que instala su narrativa en el código del género western, toda vez que acaece en un territorio de frontera. Sin embargo, yo creo que todo es embuste: ver Pájaros de Verano es una experiencia muy distinta a todos esos lugares comunes.

Esta es una película sobre la fragilidad, la honorabilidad y la sacralidad de la familia. Hay un canto en una de sus escenas que la tira bien plena: lo difícil no es formar la familia, sino mantenerla unida. Y, en ese sentido, presenciamos un melodrama trágico. Y tiene que ser un melodrama, no en tanto recurso narrativo, sino porque nosotros los caribeños y latinoamericanos somos así. De manera que la progresión dramática de la historia se desarrolla desde una sensibilidad concreta y sus elementos: la redención y el pecado, la humildad y la soberbia, el pundonor y la lascivia, la codicia y la sencillez, la sabiduría y la brutalidad, la virtud y el error, la misericordia y la crueldad. Elementos que cabalgan sobre lo insospechado que está por venir y que se anuncia a través de lo que uno sueña.

Es que se trata de una película fascinante, y mucho más, porque no hay obviedades. Muy al contrario: el cuento está lleno de sugerencias y sutilezas, de tal forma que la película te queda en la cabeza durante días. Y ello es así porque los realizadores apostaron por la calma para contar la historia. No hay truculencias, ni efectismos, ni atajos, ni cabos sueltos. Poco a poco te van explicando qué paso, cómo pasó y qué repercusiones tuvieron los acontecimientos hasta hoy.

La plástica de la fotografía es otro elemento de fascinación. Esta es una película para ver en pantalla grande, sin duda. La paleta de colores del paisaje guajiro en todos sus estadios, climas y atmósferas son casi un personaje en sí mismo, en virtud que se trata de una cinta en formato de 35 milímetros: no es digital, lo que supone un trabajo de orfebrería fotográfica de la alta y se refleja en la pantalla plena. Vale la pena destacar el trabajo de producción, toda vez que retrata una época muy próxima y que muchos en la costa recordamos como si fuera ayer. Las pintas con que sale de Jhon, son tan bacanas, que dan ganas de vestirse así: con diente de oro y todo.

En general la experiencia de Pájaros de Verano es vivir un pacto comunicativo con un público universal, donde el narcotráfico queda en muy segundo plano, lo que destaca la visión de mundo de la cultura Wayuu. Ahí vale la pena destacar el trabajo actoral y la orquestación de roles que se van transformando a lo largo del relato. El pueblo, su clanes y familias son un coro y el canto principal recae sobre Rapaye y su gente.

Todo el mundo quiere a Jhon. En Pájaros de Verano Jhon es Moisés y uno quiere al personaje desde el principio, lo que se pone en dolorosa evidencia cuando sobreviene lo inevitable. Uno termina extrañando a Moisés por el resto de la película, hasta más allá de su final.


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