A mis 40, veinte: Noveno Capítulo. La sencillez de lo obvio.


La sencillez de lo obvio

 

La verdad es que, cuando en mitad de la oscuridad del campo vi aparecer bajo las enormes bongas las luces de los faros de lo que después supe que era un taxi, pensé muchas cosas menos lo que mi amigo, que me había invitado a una tarde de cervezas en su finca, me había dicho un par de horas antes: que dos amigas, su novia y la hermana de ella, vendrían a vernos avanzada la noche.

-Ahí las tienes. Son ellas.

Siendo sinceros, por un momento creí que había llamado a dos profesionales. Al fin y al cabo, eran avanzadas las once de la noche, a unos quince kilómetros a las afueras de la ciudad, estábamos en el corazón de una enorme finca de caballos, en pleno campo, y nuestra única diversión consistía en sentarnos a una mesa, beber una tras otra cerveza y hablar el uno con el otro de lo divino y lo humano. ¿Qué muchachas dedicarían su noche del sábado a ir a semejante rincón perdido del mundo a encontrarse con dos hombres que, cuando ellas llegaran, ya estarían si no borrachos, sí próximos a estarlo?

-La mayor es mi novia. La pequeña, que debe tener entre veinte y veinticinco, es su hermana.

Pero no eran profesionales. Eran efectivamente su novia (a la que mi amigo le sacaba unos veinte años) y la hermana de ésta (a la que yo debía sacarle unos quince). Caminaron hacia nosotros cruzando el prado que había desde el camino en el que las había dejado el taxi hasta la cabaña en la que nosotros nos encontrábamos. Nos saludaron. Mi amigo dio una cerveza a cada una. Comenzó la conversación en la que traté de mostrarme todo lo encantador y superficial que pude. La hermana pequeña, que había venido ya con la conciencia clara de que esta noche ella era mi pareja, tenía veintitrés años y eras tú.

-¿Era yo?

Quién si no. Desde el primer momento me sentí extrañamente atraído por ti. Sería el campo que despierta nuestros sentidos, la noche y el alcohol que los turban, tus generosas y redondeadas formas que no te esforzabas mucho en ocultar. Recuerdo de niño leer en los libros de García Márquez las tórridas historias de esos personajes perpetuamente excitados que no podían más que lanzarse unos sobre otros poseídos por el deseo. Seres que sudaban perpetuamente y que, cuando se unían, te hacían sentir las salpicaduras de sudor y fluidos, de tan intenso que era el calor húmedo en el que vivían sus desdichados cuerpos. Es necesario el arte del maestro colombiano para describir con tanta perfección lo que, sin embargo, es tremendamente fácil de vivir en esas tierras ardientes que se llevó el tornado.

-Discúlpame, he de ir a orinar. Bebí demasiado.

Calor. Tanto calor. Ella se aleja y yo camino detrás de ella. Ella sonríe. Ella no dice nada. Llega a un punto en el centro mismo del prado y la oscuridad. Se escuchan sonidos de insectos, de sapos, de los caballos tratando de espantar moscardones a lo lejos. Se aparta apenas dos metros de mí. Se baja la ropa interior. Se pone en cuclillas. Escucho el chorro saliendo de ella y hay algo primitivo y originario en mí que me hace ignorar el pudor, las normas sociales, las mínimas reglas de cortesía con alguien que acabas de conocer.

-¿Te importa que me coloque a tu lado?

Le digo mientras me agacho y con mi mano derecha comienzo a acariciar sus nalgas al mismo tiempo que la beso. Durante diez o quince segundos escucho los orines que escapan de su cuerpo, siento mi mano tocando sus carnes, me quemo la lengua introduciéndola en su boca. Me siento en otro mundo sencillo y obvio en el que no hay más reglas que las impuestas por el deseo y las necesidades del cuerpo.

-Ya.

Se alza. Ha terminado. No se vuelve a poner la ropa interior que se mantiene detenida en sus tobillos. Me mira y apenas la veo en la oscuridad rota por la intensa luz de la finca a su espalda. No veo ni a mi amigo, ni a su novia. Apoyo mis manos en sus hombros descubiertos. Le bajo los tirantes de la parte superior del vestido. No lleva sujetador. Sus grandes senos, tan jóvenes y pujantes, quedan descubiertos. Avanzo. Ella retrocede dos o tres pasos tratando sin tratar de evitarme. La empujo y suavemente caigo sobre ella en la hierba. Comienzo a besarla mientras una de mis manos sujeta su seno izquierdo y la otra comienza a bajar en dirección a su sexo.

-No…, todavía no…, es la primera noche.

No hago caso. Mis dedos se hunden en la humedad que la inunda. Siento sus manos que me apartan y pregunto: si no hoy, cuándo. Ella me dice que mañana irá a mi hotel, pero que hoy la respete. Jugueteamos un poco más. Yo insistiendo. Ella rechazando con manifiesta represión de su propio deseo. Al final lo acepto. Me rindo. Me aparto. Me pongo en pie y le ofrezco la mano para que ella también lo haga. Recompone sus ropas. Volvemos a la finca donde beben mi amigo y su pareja. La noche se prolonga una hora más. Vuelve el mismo taxi y nos lleva a nuestras casas.

-Hay una señorita en la recepción preguntando por usted.

A la mañana siguiente, y contra mi pronóstico, ella cumple su palabra. Abro la puerta de la habitación. Entra. Nos besamos. Hacemos el amor. Culminamos lo que la noche anterior quedó a medias. Hace calor en el hotel, aun y el aire acondicionado. Es imposible escapar del fuego que lo recubre todo. Los objetos, las pieles, las respiraciones entrecortadas de tanto exhalar vapor en llamas.

-¿Cuándo nos veremos otra vez?

-Dentro de tres semanas volveré a esta zona del país por trabajo. Encontrémonos en tal sitio a tal hora.

Veinte días después paseamos por el casco antiguo de una hermosa ciudad de balcones antiguos y calles empedradas. Nos envuelve una noche sin nubes de luna llena. Cenar, beber, sudar, sudar, sudar.

-Volvamos al hotel.

Volvemos. Con las luces apagadas para evitar atraer mosquitos. El enorme balcón de nuestra habitación da a la calle principal. Me desnudo. Me dejo caer empapado en un sillón de mimbre en el centro del balcón.

-¿No te verán desde la calle? Es sólo un segundo piso.

-A esta hora ya casi no hay nadie. Sólo los borrachos. Y todas las luces están apagadas. Desnúdate y sal tú también.

Sin estar muy segura de que no la vean, obedece. Se desnuda y sale. Me levanto. Sin mediar palabra, la coloco contra la barandilla del balcón. Detrás ella comienzo a empujarla. La escucho reprimiendo los gemidos. Le da una vergüenza terrible pensar que alguien nos vea desde la calle. Posiblemente lo hagan. Al día siguiente, caminando solo, comprobaré que había suficiente luz natural para que cualquiera hubiese visto como mínimo nuestros contornos agitándose, pero da igual. Todo da igual. El calor mueve al deseo, el deseo borra la razón, la razón no vale nada cuando la carne grita, las entrañas aúllan y la esencia del hombre sale a la luz.

-Me vas a romper…

Animales en perpetuo celo. Criaturas sencillas y carentes de complejidades. Seres a los que generaciones de socialización han dotado de mil millones de hermosas cortinas de costumbres, tabúes y traumas que ceden a poco que se empuja, a poco que te sujeto por los senos y te muerdo la nuca, a poco que me quemo al frotarme contigo y alzo la mirada, veo la luna llena, ignoro la calle, las casas, los vecinos, el mundo, lo ignoro todo porque sólo existes tú delante de mí y yo detrás de ti, el movimiento rítmico que nos une, el deseo básico y vital de perdernos el uno en el otro y no pensar en nada, no ser nada, deshacernos, volvernos viento, caldos hirvientes, la noche cuajada de vida y finalmente el grito.

-Ah…

Tu voz que no puede contenerse más y se desparrama en el empedrado del suelo diez metros más abajo. Mi cuerpo que se agota en ti. Mis manos que bajan extenuadas por tus muslos. La oscuridad que quieres creer que nos cubre y no cubre nada. Me despego de tu piel saliendo de tus entrañas. Sientes el vacío y de pronto te sabes incompleta. Te dejas caer sentada en las baldosas tibias del balcón. Al hacerlo te manchas con tus propios líquidos que vertiste previamente. Mantienes la mirada baja. Respiras agitada. Giras la cabeza. Me ves de pie. De espaldas a la calle. Con la mirada dirigida al interior de la habitación. Con los brazos extendidos. Te preguntas qué estaré pensando. Si esto será el comienzo de una relación. Si te querré. Si me querrás. Si algo podrá pasar. Si no pasará nada. Te preguntas y vuelves a ser hija del mundo, de la sociedad, del reino de lo civilizado que de mi mano y cruzada por mi carne abandonaste durante unos minutos. La sencillez de lo primitivo te abandona. Piensas, piensas, piensas.

-¿Por qué demonios has de pensar tanto?

-Porque necesito saber si aún me amarás mañana.

La miras. Sonríes. Ahogas varios pensamientos antes de que nazcan. No les permites anidar en tu mirada. No quieres abandonar del todo el momento de perfecta sencillez que una mujer te regala permitiéndote salir del mundo durante el breve momento en que su piel te atrae y su interior te llama. Tú sabes la respuesta a su pregunta. Lo que pasará las próximas semanas dará perfecta fe de ello. Pero no quieres hablar. No quieres responder. No quieres volver a ser una criatura mundana. Necesitas seguir siendo una bestia irracional. Aunque sea un segundo más, un instante más, un suspiro más.

-La nada, el vacío, el insondable yo perdido en sí mismo.

-¿Qué es eso?

-Lo sencillo, lo obvio, lo perfecto. Lo que apenas recordamos que somos.

 

 


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