Encuentro con un tal Vargas Llosa


En cuanto entré al avión que me llevaría de Lima a Talara vi a Mario Vargas Llosa. Más bien, vi lo que la obligatoria y estricta disposición del gobierno peruano de usar doble mascarilla me permitía verle: su inconfundible cabellera plateada a pesar del sombrero y sus desconfiados ojos de lince. Estaba ubicado junto al pasillo, en la cuarta fila de un avión sin asientos de primera clase. Mi silla estaba tres filas más atrás junto a la ventana opuesta. Cuando pasé por su lado para ubicarme en mi sitio, el pudor me impidió mirarlo a la cara. Me causó sorpresa ver que no estaba rodeado de personas pidiéndole fotografías ni autógrafos. No podía creer que nadie hubiera advertido su presencia. Luego de que todos los pasajeros se acomodaron en sus asientos, una algarabía repentina se tomó el avión. Yo, que en aquel momento estaba distraído viendo por la ventana las maniobras técnicas previas al despegue, dije para mis adentros: pobre hombre, ya lo descubrieron.

Pero no fue así. Cuando viré mi atención para enterarme de lo que estaba sucediendo vi a un grupo de señoras y señores, ya de cierta edad, que al parecer habían acordado un viaje juntos, a lo mejor unas vacaciones colectivas o alguna convención de trabajo. Se hablaban a los gritos por encima de sus asientos, de un extremo del avión al otro, riéndose a carcajadas con una emoción desmedida, como si fueran chiquillos inquietos en el autobús que los lleva a una excursión escolar. Vargas Llosa, sin embargo, permanecía imperturbable, leyendo algún libro o periódico que no alcancé a divisar.

Aunque tengo serias diferencias ideológicas con Mario Vargas Llosa, debo decir que sus letras me han acompañado toda la vida. De niño me interné en el erótico calor selvático de Pantaleón y las Visitadoras. Luego, junto al Jaguar, hice parte del Círculo de La Ciudad y los Perros. Más tarde escuché las radionovelas de la Tía Julia y el Escribidor. Después, en Piura, conocí La Casa Verde dos décadas antes de ir a Perú por primera vez. Sufrí con Urania Cabral la humillación y el exilio, y celebré después con ella la muerte de Trujillo en la Fiesta del Chivo. Hubiera preferido, eso sí, no haber hablado nunca con El Hablador ni haber soñado nunca el Sueño del Celta; pero qué le vamos a hacer, así es Vargas Llosa: a veces se cansa de ser un magnífico artista y entonces se le da por meterse a intelectual, a político o, peor, a fabricante de libros perfectos y aburridísimos. Ningún escritor de respeto ha llevado una vida corriente.

Luego de una hora y media de un vuelo dócil, el piloto anunció que estábamos próximos a aterrizar. Enderecé el espaldar de la silla y por un instante aparté la vista del ocre infinito del desierto de Sechura para mirar de nuevo a Vargas Llosa que seguía entregado a la lectura. Justo cuando empezaba a imaginar qué cosa podría estar leyendo, un crujido de latas y un giro pronunciado de la aeronave rompió la seda del vuelo y en su lugar instaló una caprichosa turbulencia. De acuerdo al libreto de los pilotos, esa turbulencia no iba a afectar en nada la seguridad del avión; sin embargo ese movimiento bastó para que Vargas Llosa levantara por primera vez los ojos del texto y se quitara el sombrero, quizá buscando algo de tranquilidad en el horizonte oblicuo. Y es aquí donde la situación se pone confusa: para muchos puede ser un detalle menor o acaso imperceptible, pero yo no pude evitar fijarme en el negro azabache de las cejas del maestro. Lo cual me pareció muy extraño, porque todo aquel que tenga el mal vicio de la observación sabe que desde hace varios años Vargas Llosa lleva las cejas y el pelo totalmente blancos.

Me pareció muy extraño, digo, porque si bien es un tipo que siempre se viste de forma impecable, esa tardía vanidad de teñirse las cejas no encaja para nada con la manera en que hasta ahora había llevado su senectud. Luego de 85 años, lo único extravagante que se conocía de Vargas Llosa eran sus simpatías políticas y sus decisiones amorosas. Ese detalle de las cejas negras me sembró la duda de si en realidad se trataba de Vargas Llosa. Porque —y no sé si a usted le pasa lo mismo— desde que inició la pandemia a mi cerebro se le ha dado por hacerme bromas pesadas: mi cerebro busca completar de forma automática aquellos rasgos de la cara que están ocultos tras la mascarilla, y resulta que una vez que se la quitan lo que aparece es un rostro totalmente distinto al que mi cerebro había imaginado, al extremo de que a veces me cuesta creer que se trata de la misma persona. Es como si el subconsciente tomara como punto de partida algunas características que ya he visto antes en otra gente y desde allí extrapolara, sin que nadie se lo pida, el aspecto completo del que lleva la mascarilla. Es posible que el cerebro me estuviera jugando ahora el mismo truco con el señor del sombrero y las cejas negras.

Pero alguna vez leí o vi o escuché o imaginé que las orejas de cada persona tienen una forma única; incluso dicen que ni siquiera las dos orejas de una misma persona son iguales. Por ello, ante la espuela de la duda, examiné con atención la oreja derecha del posible Vargas Llosa, pues era la que tenía a la vista. Todo ello con el objetivo de que una vez que el avión aterrizara y pudiera encender mi teléfono celular iba a buscar una foto en internet para comparar las dos orejas y así aclarar mi confusión. Y en esa observación estuve el resto del vuelo, tratando de descifrar sus gestos, buscando alguna pista.

Cuando por fin bajamos del avión me ubiqué a su lado mientras aguardábamos por el equipaje. A pesar de que nunca lo había visto en persona, me pareció que la estatura y la talla correspondían con la de Vargas Llosa. El pantalón ligero que llevaba, la camisa blanca de hilo y el sombrero mediterráneo me dieron una idea de cercanía, muy diferente a la imagen distante que proyecta en las muchas conferencias que ofrece, donde siempre está de saco y corbata. Fue quizá por eso que tuve la idea de acercarme de una vez por todas, saludarlo, presentarle mi admiración y, si había oportunidad, de tomarnos una foto para el recuerdo. Entonces me dispuse a encender el celular para tener preparada la cámara y también para comparar primero la oreja que antes había examinado.

Giré en la dirección de Vargas Llosa, pero algo me detuvo. A lo mejor fue el miedo a la desilusión. Como tantas otras veces me ha pasado. El miedo de que todo aquello fuera un truco de mi cerebro macabro. Guardé el celular y desistí de comparar las orejas del maestro contra las de alguna foto suya. Lo contemplé de reojo, lo miré con disimulo de arriba abajo, seguí sus pasos y su modo de caminar cuando se retiró del aeropuerto. Y entonces opté por no darle espacio a la desilusión y, en cambio, preferí quedarme con aquella imagen: con la vez que vi a un tal Mario Vargas Llosa en el modesto aeropuerto de Talara, una modesta población al norte de Perú.

 

@xnulex


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