A mis 40, veinte: Séptimo Capítulo. Voz de terciopelo azul.


Voz de terciopelo azul

 

Pónganse en situación. Uno es un pobre muchacho inocente y romántico. Poco acostumbrado a ser querido y, menos aún, admirado. Por ello, recibir un correo electrónico que diga “con mucho respeto, permítame decirle que tiene una sonrisa divina”, no es algo que pase todos los días, ni que deba tratarse como si todos los días pasase. Entra dentro de lo normal interesarse por la emisora del mensaje, ofrecerle un teléfono de contacto, recibir el suyo como respuesta, escribir unas breves palabras, entrar en contacto, esas cosas, ustedes me entienden.

-Si quieres, puedo ir a tu ciudad a verte.

¿Alguna vez han escuchado a las piedras cantar canciones melancólicas hasta volverse agua tibia? ¿Deshacerse en una columna de humo blanco? ¿Dejar en su lugar una marca pálida que calienta, pero no quema, cuando la tocas tratando de atrapar las notas que escapan entre tus dedos? Así era la voz de esta mujer de la que les hablo. Un fluir suave y delicado, que al tiempo tenía pliegues, rugosidades, filamentos que te envolvían en un todo que te impedía evadirte de su caricia. Voz de terciopelo azul.

-¿Harías eso?

-Sí tú quieres, sí.

Una semana más tarde veía aparecer en la puerta de llegadas del aeropuerto a una mujer de metro setenta, delgada figura, larga melena oscura, piel blanca nacarada, ojos negros como la noche, ropas de cuero fino y andares que hacían girarse a todos aquellos que la veían para comprobar si de verdad caminaba o si deslizarse era el verbo en el que se conjugaban sus movimientos. Un verdadero monumento de mujer. Ha coronado. Fueron las dos frases que el taxista que había de llevarnos a casa me dijo según ella avanzaba hacia nosotros.

-Hola.

Sonrisa fugaz. Nervios casi perfectamente ocultos detrás de una apariencia de sosiego y calma. Voz profunda, húmeda, empapada en resonancias de lejanos océanos y avezados navegantes echados a perder por los cantos de las sirenas malas. Se la escucha débil y apagada al principio, ronca y fuerte después, reverberando en tu alma varias horas más tarde.

-Tienes una voz preciosa.

-¿No me has devuelto aun el saludo y ya me piropeas?

-No pude contenerme.

-Llévame a tu casa.

-A la orden.

Y para casa que nos vamos. No la recuerdo desnudarse, pero sí que la recuerdo, como si la tuviera ahora mismo delante de mí, en la cama, echada a mí lado, vestida con un vaporoso conjunto blanco de noche en satén, un tirante sobre el hombro, el otro caído, las manos sobre el pecho, la mirada fija en mí, las penumbras del dormitorio envolviéndola.

-Por favor, no me hagas el amor la primera noche.

-No te preocupes.

Media hora más tarde hacíamos el amor sin que ella opusiera resistencia alguna y sin que yo fuera humanamente capaz de no habérselo hecho. No sé si sería apagarse de la última luz e intuir su contorno plagado de dulces curvas dándome la espalda. No sé si sería acercarme para abrazarla y que ella aceptara mi abrazo acomodando su cuerpo contra el mío. No sé si sería su olor inundado de las flores de su hermoso valle de procedencia. No sé qué sería, si el buenas noches con que se despidió de mí al sentir mi mentón descansando en sus cabellos, si el suspiro que liberó antes de abandonarse al breve sueño. Sí, debió ser esto último. La vibración que su aliento produjo en el aire. El temblor que generó hasta en la más remota partícula de mi ser. La sacudida que provocó en mi corazón. La agitación que causó en todo mi cuerpo. Fue escucharla y suspirar yo también. Escucharla y aceptar mi incapacidad para dormir y obedecer su casta petición. Escucharla y descubrir mis manos bajando por su vientre. Mi lengua acariciando su nuca. Mi respiración ansiando mezclarse con la suya.

-Si has decidido empezar, ya no te detengas.

Deslizándose en la oscuridad, su orden penetró en mi cabeza. Su voz se enroscó en mi torso como serpiente infinita. Sus largos y finos dedos se clavaron en mi espalda. Su cuerpo prendido en llamas me impuso no separarme de su dueña hasta el amanecer y hasta el amanecer no osé separarme de ella. De aquella noche sólo recuerdo los jadeos incesantes que sin tregua ni misericordia erizaban mi piel, el rumor del oleaje, el bramido de la tormenta que una mujer puede llegar a ser cuando decide entregarse y tú te crees que de verdad es ella la que se deja tomar y no tú el que estás siendo tomado

-Abre los ojos.

Los abrí y, recortada contra la primera luz del día, la vi tumbada de costado a mi lado. Sonriente. Deslizando su mano sobre mi pecho y jugando a enredar sus dedos en los vellos aun sudorosos por el esfuerzo de la noche pasada.

-Vayamos al baño.

Y fuimos. Los rayos silenciosos del sol se deslizaron tímidos por los azulejos que reflejaron mi contorno quebrado por el esfuerzo. No se admitieron quejas, excusas, ni peros. Si ella manda, tú debes satisfacer hasta el más pequeño de sus deseos.

-¿Tú crees que fue demasiado precipitado ser yo la que viniera a verte a ti?

Sentados a una mesa de sólida madera pulida, en un agradable y fresco rincón de un restaurante, rodeados por los frondosos árboles de un jardín olvidado en el perpetuo verano, bebiendo jugos tropicales, sintiendo mi corazón varias horas más tarde aún alterado, no sé si responder o directamente desplomarme de la silla al suelo. Mantengo la compostura. Me sobrepongo. La miro tratando de componer una sonrisa de viril indiferencia.

-Tu decisión ha demostrado ser muy placentera para ambos.

Me mira. ¿Sonríe? No estoy seguro. Baja la mirada. Se contempla en silencio los zapatitos. Un cordón se le ha desatado. Se inclina para atarlo. Al hacerlo, su ropa se alza levemente y me muestra el final de su espalda. Algo chasquea en mi estómago.

-Volvamos a casa.

-Aún no hemos comido.

-Ya habrá tiempo para comer luego.

Me mira divertida. Sonríe abierta. Alza el mentón. Entorna los ojos. Compone una mueca burlona con las cejas.

-¿Te ves capaz? Esta noche apenas dormiste.

-Soy español. No queda sino batirse.

-¿Y si mueres en el duelo?

-En el duelo siempre se muere un poco.

-¿La pequeña muerte?

-Así lo llaman los franceses.

Pasó la tarde, la siguiente noche, la siguiente mañana. Se fue el fin de semana y ella volvió a su valle. Quedé sólo. Pensé. Una semana después propuso vernos en una ciudad a medio camino de la suya y la mía, pues ella creía que me tocaba desplazarme allá por trabajo. Yo negué que fuera así y me disculpé retrasando el encuentro a más adelante. En realidad, sí que debía ir a esa ciudad intermedia y sí que podría haberme visto con ella. ¿Por qué mentí? Si sólo de su voz se tratara, ella era la mujer más excitante que jamás hombre alguno podía aspirar a conocer. Si sumamos su cuerpo, su personalidad y la manera en que usaba ambos, pocas había como ella. ¿Por qué rechazar otro fin de semana de placer a su lado? En el fondo, la respuesta es sencilla: cuando algo es demasiado fácil, el interés desaparece, el valor se desvanece, la pasión se ablanda hasta volverse fofa y amorfa. La mujer perfecta, si demasiado rápido se entrega, es que no se valora. Y quien no se valora, ¿cómo puede esperar ser valorado por otros?

-No te lo vas a creer, pero creo que a unos metros de mí estoy viendo a tu hermano gemelo.

Resulta que ella también fue a esa ciudad intermedia ese fin de semana por otros motivos. Yo fui por trabajo, en contra de lo que le dije. Y ella me vio en mitad de mis labores. Me escribió. Se burló de mi mentira descubierta. ¿Nunca más volví a verla? Al contrario, unos pocos meses más tarde nos encontramos de nuevo en una habitación de hotel de esa ciudad en la que se descubrió mi rechazo.

-¿Por qué lo hiciste?

-Supongo que me diste miedo. No creí merecerte.

Más mentiras. A veces son necesarias para que, quien a sí mismo se rebaja, no lo sea adicionalmente por aquellos a los que ama. Subimos a la habitación. En esta ocasión no hubo promesas de castidad. No hubo nada. Sólo silencio hasta que en medio de la noche las caricias se intensificaron. Los corazones comenzaron a latir acompasados y todo pareció por un instante volver a repetirse. Pero no se repitió.

-¿Por qué no sigues?

Porque tu voz ya no es tan perfecta. Porque su sonido ya no me altera. Porque una esfinge necesita fascinar, pero la fascinación no se logra sólo con la imagen, sino, y especialmente, con el fondo, con el misterio, con lo que cuesta alcanzar. El mar llama a navegar, pero sólo el marinero cobarde goza de un mar sin olas ni tormentas. Se necesita la rabia de las aguas, el rugido del océano. El temor de la muerte segura a poco que fallen las fuerzas.

-Mujer de voz de terciopelo azul. Tan hermosa. Tan perfecta. Tan carente de secretos.

-¿He de ser sirena para que en mí quieras ahogarte?

-Has de herirme para que en ti necesite sanar.


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