De afanes y aeropuertos

De afanes y aeropuertos


Cada vez que veo a una persona corriendo en un aeropuerto siento curiosidad por saber cuáles fueron las pequeñas malas decisiones que la llevaron hasta ese punto. Pues tengo la sospecha de que casi nunca se llega tarde a un vuelo por un asunto grave, sino que se debe más bien a una sucesión de pequeñas desidias. La engañosa hora impresa en el pasabordo no da cuenta de la cantidad de trámites que deben sortearse antes de llegar a la puerta de embarque, así esos trámites sean mínimos y simples.

Usted habrá notado que desde que apareció la pandemia algunos aeropuertos impusieron un control en la entrada para verificar si en verdad uno tiene un vuelo programado. Como si eso sirviera para algo, o como si fuera una delicia hacer turismo en los aeropuertos de esta patria. Y es justo allí cuando se va al traste la escasa cuenta de minutos que había previsto mientras iba en el taxi. Porque enseguida descubre con amargura que, aparte de las ya demasiadas colas que tiene la vida diaria, resulta que, por obra de algún funcionario creativo y con tiempo libre, ahora existe otra más.

Y luego de ese primer obstáculo lo que sigue es otra cola para chequearse y entregar el equipaje, y después otra en los trámites migratorios, y otra en los controles de seguridad; y en cada una exigen documentos específicos, a veces redundantes, a veces innecesarios, casi siempre excesivos. Y de tantos documentos no es raro que alguno se quede sin diligenciar, o que se pierda en los afanes, o que no pueda accederse digitalmente porque el celular se quedó sin batería o sin señal. En cualquiera de los casos, cada revisión, cada intento de subsanar alguna falla, o el simple hecho de buscar en una carpeta el exacto documento que el funcionario de turno le está solicitando implica minutos valiosos que a lo mejor luego tendrá que recuperar corriendo, cinturón en mano, para tratar de alcanzar su vuelo. Y mejor es que no hablemos de exceso de equipaje, mascotas, impuestos, vacuna contra la fiebre amarilla, tiquetes de regreso, en fin, es mejor que no hablemos de los innumerables detalles que se pasan por alto cuando se ignora que, muchas veces, recorrer los pocos metros que hay desde la puerta del taxi hasta la puerta de embarque toma más tiempo que el propio vuelo.   

Debo decir que yo nunca corro en los aeropuertos. Ya no. Y no es porque ahora me haya vuelto organizado, sino porque finalmente tuve que reconocer que soy un perezoso irredimible. Cuando uno acepta que le tiene fobia al esfuerzo físico, y que por eso le huye al cansancio y al estrés que vienen con los afanes, eso deriva inexorablemente en el subproducto fortuito de la previsión. Es decir, me resulta menos fatigoso revisar y alistar una y otra vez desde el día anterior todo lo que necesito para un viaje que dejar mi dignidad abatida y regada en los pasillos de un aeropuerto. Por supuesto, uno llega a eso después de haber corrido mucho y de haber perdido muchos vuelos. Y es que los aeropuertos son quizá los únicos lugares que, a pesar de que se diseñan para que los espacios sean amplios y la circulación sea rápida y eficiente, al final terminan convertidos en gigantescos laberintos hechos con cintas retráctiles, que son las mismas que se usan en los bancos. Pero, mientras en los bancos se utilizan para organizar las colas y optimizar el espacio, en los aeropuertos se emplean para alargar hasta el absurdo los trayectos que la gente debe caminar.

Aún así, ni siquiera en esos estrechos laberintos yo apuro el paso. Y sé que muchos de los que caminan detrás de mí se frustran porque tienen la idea de que la cola va a avanzar más rápido si se sitúan lo antes posible en el último puesto. Último es último, así renieguen y zapateen. Yo los dejo resoplar por un rato y luego, en algún recodo, finjo que me acomodo los zapatos o directamente les hago una señal con la mano —como hacen los camioneros— para que avancen rápido-rápido a plantar su amargura en el final de la cola. 

Fue de esa manera que hace unas tres semanas le cedí el paso a una señora que estaba de afán, alterada y rumiando su desespero por pasar rápido a los escáneres. Con tan mala suerte que, de entre todos los puntos disponibles, el personal encargado le asignó el más congestionado, así que completé el trámite antes que ella. Lo cual me hizo recordar a los conductores que van como locos y que al final tienen que resignarse a ver cómo los otros, a un paso decente, los alcanzan con toda tranquilidad en el semáforo en rojo.

Yo iba con tiempo y aunque me tocaba la puerta 17 me quedé parado en la 10 porque había un tipo en bermuda, sandalias y camisa remangada que tocaba una lenta guitarra y susurraba canciones que nadie atendía. No supe si era italiano o argentino, que en realidad son casi lo mismo. Su voz apenas si se escuchaba en medio del estruendo de anuncios, de llamados a abordar, de niños inquietos, de maletas rodando. En algún punto una voz metálica preguntó por los altavoces si en sala se encontraban la señora Cecilia Luna y el señor Matías Rossi, o algo así. Pero el argentino o italiano (ya convenimos que son lo mismo) seguía cantando con los ojos cerrados, en el tono de La menor, sin público ni pretensiones, sin querer lucirse ante nadie, una serenata personal que ejecutaba con deleite porque eso era lo que quería hacer. Me senté a su lado para escucharlo mejor. No se dio por enterado. 

Los anuncios no paraban, la gente seguía corriendo, otros se apretujaban en otras colas como si los asientos no estuvieran asignados de antemano, y por los altavoces seguían preguntando por una tal Cecilia Luna y un tal Matías Rossi. El guitarrista abrió los ojos y paró de golpe. ¿Rossi?, me preguntó. Eso parece, le respondí. El italiano o argentino guardó la guitarra, se despidió de mí con el puño y se fue tranquilo al counter. De la sala 10 caminé hasta la 17 donde ya la gente empezaba a abordar. Yo había pedido asiento en el pasillo, por supuesto, porque es el que supone menos esfuerzo. Sobra decir, como usted ya se imagina, que al momento de ubicarme en mi sitio la señora que renegaba en los escáneres estaba dormida contra la ventana. Y fue una lástima, porque entiendo perfectamente que alguien corra cuando está a punto de perder un vuelo; pero lo que yo quería saber es qué tan jodido debe estar uno para elegir andar de afán cuando tiene todo el tiempo del mundo. Aunque ahora, mientras busco el punto final, lo que me interesa saber es qué hay que hacer para preferir tocar la guitarra en el tono de La menor y con los ojos cerrados mientras el mundo gira y acelera como si quisiera caerse a pedazos.

 

@xnulex


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