De las artesanías de San Jacinto, Bolívar, no se ha dicho todo.
Ver cómo a lo largo de los años la tradición de este pueblo se adapta a las necesidades de la gente es algo de admirar. No es un secreto que son pocas las jóvenes que arman sus telares verticales en el patio y que ya la universidad y las carreras técnicas son las primeras opciones de los bachilleres.
No podemos decir que es malo que los jóvenes del pueblo se preparen para la vida en un claustro, pero lo que sí es triste es que no se contemple desde la administración municipal, crear pequeñas empresas que permitan vender a mayor escala estos hermosos productos.
Erika García tiene destreza en sus manos. Entrelaza varios hilos y lo que aparece como un suave botón crece poco a poco. Así empieza el proceso. Es usual que las tejedoras ejerzan su oficio frente al televisor, o mientras hablan con sus vecinos. Las mochilas de San Jacinto vienen con anécdotas. Por eso lo hacen en grupo. “Esta experiencia es algo innovador porque necesitamos rescatar esas costumbres. Es arte lo que tenemos aquí”, dice.
Ella se prepara como técnica en Tejeduría en Telar para Productos Artesanales del Sistema Nacional de Aprendizaje (SENA) donde está aprendiendo a manejar dos tipos de telares: el vertical y el horizontal.
Lo que hay son ideas
Tania Pájaro es instructora y tiene a cargo 14 aprendices. “Algunas son amas de casa y vienen acá a tecnificar el oficio. Tratamos de llenar los estándares de calidad que exige el público”, empieza.
La sede del SENA en San Jacinto funciona en una enorme casa de estilo colonial, al lado de la plaza principal. Allí, en los corredores, Tania, sus estudiantes y varios comerciantes, exponen los artículos a mediados de agosto. Es una vez al año, aprovechando el festival de gaitas y las fiestas patronales.
En la muestra hay mochilas, cuyos colores van desde el ocre hasta el fucsia; bolsos con apliques de madera, fique, cuero y bisutería; líneas de cocina y fundas para cojines en tejido de hamaca; edredones en hilo de algodón con macramé y otros productos.
A través del programa de Tejeduría, las artesanas pueden aspirar a un sello de calidad ‘Hecho a Mano’. “Es como profesionalizar en sí la artesanía porque salen como técnicos”, continúa Tania, de voz tranquila.
Cada quien elige las piezas, diseños y modelos que más le convengan. Si a alguien se le ocurre hacer una mochila añadiéndole piedras semipreciosas, las artesanas la replican. Así hay variedad de estilos. “Se está haciendo una diversificación en el telar. Por ejemplo, la gran mayoría de los jóvenes no quiere hacer hamacas, entonces tejen telas, bolsos, carteras y líneas para comedor, que son piezas pequeñas. Si una persona ha vivido de esto sin saber coger un hilo, ¿por qué otra no?”.
Lo positivo de tecnificarse es que pueden tener sus propios proyectos. Se llaman proyectos de emprendimiento, y quienes califican con sus propuestas tienen apoyo del SENA, que les facilita material de formación para que empiecen su negocio. “Ellas también pueden aplicar a empresas textiles, que trabajan en su mayoría con telares horizontales”, complementa la instructora.
El grupo de Tania ha estado en eventos regionales y ha sido invitado a Expoartesanías. No hay quien no se maraville con la combinación de texturas y colores que tienen sus productos.
La carrera de Tejeduría en Telar para Productos Artesanales dura un año (poco tiempo si se tiene en cuenta que la artesana sale con un título). Hay tres meses prácticos y antes de culminar estos estudios ya se tiene la oportunidad de comercializar lo que fabriquen.
¿Realmente da?
Cuando le pregunto a Erika si puede sobrevivir de las artesanías duda un poco y me dice: “sí se puede sobrevivir, aunque a veces no es mucho lo que se gana”. Cuenta que para mediados de agosto y en diciembre, su producción aumenta. “Mi abuela era artesana, mi madre también y yo empecé mi primera mochila a los 13 años”.
Alcides Pimienta Vásquez es artesano empírico y uno de los pocos hombres del barrio Yuca Asá, en San Jacinto, que se dedica a la artesanía. Por más de diez años fue al campo, pero desde hace tres decidió tejer por comodidad y porque la demanda de sus productos le daba “para el diario”.
A su alrededor hay decenas de bolsos coloridos en hilo fino (de algodón) hechos en un telar de unos 45 centímetros. Los aprendió a hacer cuando le llamó la atención su diseño. “No da lo suficiente, pero es pa´ medio comer. El precio depende de quién lo compre”, aduce. Sus precios son muy bajos, demasiado diría.
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Mientras los artesanos de San Jacinto esperan al mejor postor, el pueblo sigue adelante. En algunos barrios aún permanecen los telares de las hamacas bajo el techo de la palma y las mujeres ambientan los días al compás de unas varas negras, redondas y delgadas de una madera que llaman “lata”, que se usa para “enredar”, “trabar” y “labrar” el hilo. Es un sonido difícil de describir, como si las ramas de un árbol seco se sacudieran.
“Lo más reconfortante es que vemos que hay quienes hacen esto porque les gusta”, me dice Tania. Y siento algo de angustia al pensar en el futuro de los pequeños artesanos de este pueblo.
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