Mi nombre es Rosa. Tal vez has escuchado hablar de mí. Quizás te han contado que una mañana me atropelló un carro fantasma, mientras pedaleaba bajo una leve llovizna entre Sincelejo y Corozal.
Me faltaban pocos pedalazos para terminar el entrenamiento y volver a casa, pero no pude. Mi hermanita María Daniela me quedó esperando para ayudarla con sus tareas.
El despertador sonó a las 5:30 de la mañana y me levanté para ir a practicar mi amado ciclismo, también despertó mi padre, Omar Paternina, o ‘Vitamina’, como le dicen los demás ciclistas.
Recuerdo que nos pusimos los uniformes y cuando fuimos por las bicicletas, encontré la rueda trasera de la mía pinchada.
Quizá era una señal, pero yo solo vi una llanta pinchada y se la mostré a mi papá. Él simplemente fue al taller del patio, consiguió otra rueda y me desvaró. Cuando salimos de la casa, el cielo estaba nublado, intensamente nublado, pero nada de eso importó. Habría sido mejor no salir a montar ese día, el 12 de octubre de 2014.
Salimos desde el barrio El Bongo, en Sincelejo, y rodamos las ciclas hasta cierto punto, donde decidiríamos con otros ciclistas la ruta de aquel domingo. Yo era la única mujer en el grupo y algunos no se decidían a ir a la carretera, por los amagos de lluvia, pero a las seis en punto, después de tomar algunos tragos de café, decidimos hacer un fondo a Ovejas.
El pelotón sentía introducirse en un ambiente con nuevos episodios que insistían en advertirnos algo, pero ya íbamos hacia Ovejas, donde se vivía con pleno furor su XXX Festival Nacional de Gaitas.
Instantes antes el jolgorio de la tercera noche de fiestas se había apagado con el nublado amanecer.
Dejamos la doble calzada y una camioneta que venía en sentido contrario giró de repente, cruzando frente a nosotros. Estuvo a punto de arrollarnos. La Toyota entró al restaurante ‘Pasteles de la Sabana’, venía del evento de gaitas y, como si nada, sus ocupantes ordenaron desayuno.
En el corregimiento Sabanas de Cali (Los Palmitos), nubes negras venían a nuestro encuentro y la caravana multicolor se fragmentó.
Gran parte del grupo desafió el naciente aguacero y los otros se devolvieron, formándose pequeños lotes. La dureza del ritmo del enjambre espantado por el olor a lluvia me convenció de regresar a Sincelejo. Mientras, papá fue a hacer más kilómetros y a preguntarle al viento frío qué nos depararían nuestros destinos separados. Antes irse me dijo: “Vete suave con Róger”. ‘Pipa’, como lo llaman, se devolvía. Al rato en el lote aventurero de mi padre alguien pinchó y él lo asistió, luego se devolvieron.
“Dentro de 15 días compito en Montería”, le conté entusiasmada a ‘Pipa’.
Papá les había dicho a todos con orgullo que ‘La Vitaminoza’, como me llaman todavía, estaba “inscrita para ganar”.
En Corozal nos alcanzó el aguacero y nos escoltó amenazante hasta el peaje Las Flores, donde lo relevó aquella llovizna.
Pasábamos por el corregimiento de Bremen, cuando desde un rancho alguien gritó: “¡Escampen acá!”. Yo contesté: “No, ya estamos mojados”.
“Me fue bien en las pruebas (ICFES), estoy contenta e ilusionada”, retomé.
“Este mes me gradúo. Estudiaré Ciencias del Deporte en Medellín y entrenaré más fuerte”, le expresé a mi único acompañante.
Él declaró: “Creyendo en Dios lograrás tus sueños. Él nos ama tanto que quiere darnos hasta vida eterna”.
Recordé el grupo de alabanzas que ofrecía con mis padres en mi casa y le pregunté por él. “Lo dejamos de hacer porque pocas personas asistían”, contestó.
“Bueno, ahora escucharé reguetón”, dije jocosamente. Él respondió: “Mejor pon alabanzas” y cantamos “el amor de Dios es maravilloso”.
Llegamos al ‘Rebombeo’ y subiendo el repecho con el cual terminaba el entrenamiento, me puse detrás de ‘Pipa’ para encontrar mi ritmo, pero a mis espaldas, en una semicurva, reapareció aquella camioneta, estrellándose contra los bloques que separan la calzada y la ciclorruta.
El piloto sacó su poderoso vehículo de entre los escombros y retomó el camino. Me atropelló.
Me golpeó tan fuerte que rodé de espaldas, enredada con mi bicicleta, pasándole por el lado a ‘Pipa’. Él no entendía lo que veía.
El conductor aceleró y se detuvo tres segundos a mi costado, pero yo no me movía. Finalmente desapareció sin socorrerme.
Mientras me marchitaba
Permanecí nueve minutos en el pavimento mojado, ningún carro quería llevarme a la clínica La Concepción, que quedaba a 200 metros.
Casualmente, Frank Salgado, un ciclista, regresaba de practicar motocross y, apenas me reconoció, detuvo el tráfico. Conocía a un conductor que pasaba por ahí y ese amigo de Frank accedió a llevarme.
Me llevaron y mi bici quedó destrozada a un lado de la vía, donde había partes de la defensa y farola del carro... y de mi cuero cabelludo.
“Solo fueron raspones”, pensaban ‘Pipa’ y Frank, pues no sangraba, pero la realidad es que moría lentamente y dejaba a mis sueños de ser mejor que María Luisa Calle, ser Selección Colombia y el de comprarle una casa a mis padres.
Asombrando a sus compañeros, papá no dejó de tirar del lote y 30 minutos después pasó por el sitio del accidente. Cuando pasó por la clínica, el pedalista Jaime Gómez le contó lo que me había pasado y él entró en pánico. Me habían ingresado en estado crítico a una sala de paredes blancas, en donde médicos de azul me ponían toda clase de aparatos para reanimarme. Era inútil.
Fantasma escurridizo
Dos motociclistas presenciaron el accidente y persiguieron la camioneta, pero la perdieron en el barrio Boston. Gracias a cámaras de seguridad, la Policía conoció la placa del vehículo e identidad del propietario: Edwin Mussy. Una hora después su casa estaba rodeada de ciclistas, familiares y compañeros del ‘San José’, mi colegio.
Indignados, montaron vigilia hasta la mañana del lunes festivo para que el exalcalde de Ovejas no huyera.
A las 9:40 de la mañana, entró la Sijín y sacó a un hombre semicalvo de cejas puntiagudas. Iba sin esposas y con la cabeza en alto. Era Mussy.
Entre gritos de “asesino” fue llevado a la Fiscalía, donde aceptó que me atropelló y lo dejaron irse.
Seis horas después cientos de ciclistas me hacían calle de honor con las ruedas delanteras de sus bicis en alto.
Adoloridos, mis conocidos hacían manifestaciones, pero el sufrimiento de mis padres y hermanitos era descomunal. Lo peor era que apenas empezaba.
La fiscal Dunia Herrera no había solicitado allanamiento y prueba de alcoholemia pese a la insistencia de la Policía ese mismo domingo.
El caso lo recibió el juez del siguiente día y solo entonces tomaron la prueba, así que no hubo forma de saber si Mussy conducía ebrio.
Incumplió dos audiencias y en la tercera le impusieron medida de aseguramiento por homicidio culposo agravado. Por ser exfuncionario fue enviado a la cárcel especial de Corozal, desde donde sus cabios de abogado atrasaron el proceso.
Nueve meses después, quedó libre por la Ley de Vencimiento de Términos. Mis padres desistieron de la justicia de los hombres. Ya no les importa si paga cárcel o no, solo desean que acabe este infierno para que yo descanse en paz.
Ahora Mussy se defiende libre y les ha ofrecido a mis padres ceder su camioneta como indemnización por mi muerte.
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