A veces la gente se cansa de tener los pies bien puestos sobre la tierra y se va despojando del miedo a volar. Y vuela.
Pablo se cansó temprano, apenas tenía siete años cuando se aventuró a amarrarse de un parapente y se tiró de una montaña en Medellín. Ni siquiera pesaba los cincuenta kilos que necesita el aparato para funcionar bien, así que le ataron también una bolsa grande, llena de agua, y le iban diciendo por radio qué hacer. Yo tengo veintisiete y apenas se me ocurrió ver si soy capaz de atreverme. Nadie en mi casa sabe, no les contaré porque seguramente me dirían que no, que estoy loca, ¿y si esa cosa se cae? Ya me parece escuchar a mi hermana decir: ¿Y si te matas, Lorena? —me llama por mi segundo nombre— … Si me muero, por ahí derecho le daño el matrimonio a ella, que se casará en abril. Pero no creo y, en todo caso, si me muero será porque me tocaba hoy.
Aquí estoy, escuchando a Pablo mientras me cuenta que se metió en este mundo gracias a un tío suyo, Rubén Montoya, más conocido en Medellín como ‘Rubén Fly’. “Él fue el pionero del parapente en Medellín y comencé a andar mucho con él cuando mis papás se separaron”, añade.
Julio, el fotógrafo, pensaba que yo iría a La Boquilla solo a entrevistar a Pablo, y ahora que sabe que también volaré abre los ojos y me dice que él no se montaría en un parapente ni loco. Que le gusta tener los pies sobre el suelo, “controlar” su vida.
El asistente de Pablo saca el para-trike (el triciclo con motor al que se amarra el parapente), Julio lo mira y pregunta: ¿Qué altura alcanza?
-En estos vuelos turísticos, unos 100 o 150 metros, pero, si yo le sigo dando, puede llegar hasta donde yo quiera, 1.000 metros —responde Pablo con su cantadito paisa—, y alcanzamos velocidades entre los 30 y 45 kilómetros por hora.
Julio me mira, aprieta los dientes, levanta las cejas y medio sonríe. Creo que está un poquito asustado. Yo sigo pensando que no me caeré.
Son las 8:50 a. m. y Pablo asegura que mejor esperamos unos veinte minutos, a ver si el viento sede. Que dependemos “totalmente” de las condiciones climáticas para volar.
¿En qué condiciones no se puede volar? —pregunta Julio—.
-Cuando hay frentes de lluvia, cuando el viento esté de cola (que pegue de la tierra hacia el mar), cuando hay vientos superiores a 15 nudos.
Y Julio vuelve a mirarme con cara de ‘ay, Dios mío’.
“Vea, el riesgo más grande aquí es que te que le quede gustando, porque entonces tendrás que comprar el aparato, y eso es un gasto -ríe a carcajadas-. ¿Tú crees que yo me montaría en este aparato pensando que me voy a caer? No, hermano, ni loco, ni a bala, me subo porque sé que ahí voy seguro, la seguridad siempre ha sido lo más importante para mí”, agrega Pablo. Julio ríe. Yo apunto. “Uno siempre se pregunta qué sentía Aladino en su alfombra, yo creo que siente lo que yo siento, algo muy lindo. Es como andar volando en un colchón”, vuelve a reír.
Pablo estudió veterinaria y no recuerdo qué más, y al principio no quería vivir del parapente… “Me gustaba tanto que me daba miedo cogerle fastidio si lo hacía como un negocio, pero una vez me puse a ayudarle a mi tío y vi que era buen negocio, así que me metí en esto de lleno. Y sigo amándolo, me encanta volar, siempre me encantará”.
Señoras y señores, el viento cedió y ¡es hora de volar! Son las 9:30 a. m. Caminamos a la playa y ahí está el para-trike, el motor ruge y la hélice da vueltas y da vueltas. Julio me da un beso y me abraza, mejor dicho, solo le faltó darme la bendición antes de subir. ¿Casco verde? Listo. ¿Cinturón de seguridad? Listo. ¿Piloto? Listo ¿Celular para tomar las fotos? ¡También! ¡A volar!
El triciclo empieza a andar, de pronto tropieza con un tronco medio enterrado en la playa y se eleva. Pablo va maniobrando y damos media vuelta sobre las aguas del Mar Caribe, que hoy lucen más azules y calmadas que nunca. Pensándolo bien, lo único que podría darme miedo es caer al agua, ¡no sé nadar y prefiero morir de un golpe seco y no ahogada! Vamos subiendo más, y más, y más, vamos desde La Boquilla para Manzanillo…
-Genial, ¿cierto? —grita Pablo—.
-¡Espectacular!
Voy tomando fotos y miro abajo. Las casas se ven chiquitas y no parecen personas sino hormigas los que van en aquella moto. El viaducto se ve como una línea formada por galletas Cocosette; allá está La Popa, aunque no alcanzo a distinguir el convento; de vuelta a Los Morros, veo los edificios de tú a tú. Me parece que el viento golpea más fuerte en mi cara y que pone cierta resistencia al parapente, que ¿tambalea? un poco. Es una especie de turbulencia, ¿será que de verdad se puede caer? Sigo creyendo que no.
Pablo sonríe para la selfie, veo las casuchitas de La Boquilla, las lanchas, y recuerdo una canción gringa que traduce esto: Me encanta la sensación cuando despegamos, mirando el mundo tan pequeño ahí abajo// Me encanta la ensoñación cuando pienso en, la seguridad en las nubes tras mi ventana// Me pregunto qué nos mantiene tan elevados// ¿Podría haber amor bajo estas alas?// Si de repente caemos, ¿debería gritar?//O quedarme muy callado y taparme la boca mientras lloro (Death, de White Lies).
Oh, oh. Tanta turbulencia ha convertido las mariposas de mi estómago en gusanos, ¿acaso me voy a marear? Las manos frías, un vacío en el estómago que no es de hambre… pero sigo tomando fotos y mirando el mar, que desde arriba se ve más verdoso. Sí, está comenzando un mareo. Ya estuvo bueno, ya, que bajemos, ¡lo último que quiero es vomitar aquí!
Yo no sé si Pablo lee mentes, pero preciso damos media vuelta y cada vez veo más cerca la playa. Y allá está Julio, tomando fotos, y sonriendo. Aterrizamos. Bajo. Julio me abraza, me pregunta si me siento bien. Yo, con los labios más pálidos que de costumbre, le digo que sí, que todo perfecto.
Me vuelvo para darle las gracias al paisa, y me encuentro con su amplia sonrisa. Estrecho su mano. Ahora que lo pienso, no le puedo creer lo que me dijo hace un rato: dizque le tiene miedo a las alturas. Que no puede estar parado en el balcón de un décimo piso y mirar hacia abajo… ¿Y aún así ama volar? Bueno, en todo caso, agradezco que me haya prestado sus alas por quince minutos.
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