Facetas


Mompox, más allá del jazz

GUSTAVO TATIS GUERRA

16 de septiembre de 2018 12:00 AM

No había empezado a sonar el primer saxofón, cuando en Mompox los trabajadores de la salud estaban dispuestos a hacerse escuchar del gobernador o del presidente.

En plena cumbre musical y de gobernadores, sorprendió la manifestación de los empleados de la salud de Mompox y pueblos vecinos, a quienes les debían cuatro y hasta siete meses de salarios. El pendón escrito en letras verdes era un grito en medio de la fiesta: “Hay jazz mientras agoniza la salud y el asilo Casa del Recuerdo”. Detrás del pendón y junto a Ledis Cabrales, una de las manifestantes, estaba el drama de los hospitales de Cicuco, Talaigua Nuevo y Santamaría.

¿Qué puede importarle al sector de la salud si el invitado es Monsieur Periné o Totó la mompoxina, si la urgencia de lo básico es lo que cuenta para Ledis Cabrales y todos los manifestantes?

El problema de la salud podría resolverse con el mismo ímpetu crearivo y la misma pasión con que se hace el festival de jazz. Porque la salud como la música, es un bien común. No son ajenas a los pacientes ni a las instituciones hospitalarias. La música queda latiendo allí entre los viajeros que decidieron quedarse en Mompox. Los inversionistas extranjeros que al mediodía escuchan a Mozart o Bach, pero también quedan seducidos con el vozarrón de aguas profundas de Totó la Momposina.

Jazz al pie del río
El festival no es delirio episódico. El jazz es una de las músicas que fluyen en el río, junto al porro, la cumbia, el bullerengue, y los viejos valses europeos. Cartagena tuvo banda de jazz en el amanecer del siglo XX, con la Jazz Band Lorduy. Las músicas regionales pueden confluir, fusionarse o interpelar al jazz, un viaje de río a río: Mississipi a Magdalena.

Toda iniciativa exitosa como el festival de jazz, genera seguidores fervorosos y contradictores. El evento pasó las pruebas de fuego y se encamina en 2019 a su séptima versión.

El Festival de Jazz de Mompox es una iniciativa liderada por la Gobernación de Bolívar, el Instituto de Cultura y Turismo (Icultur), con el apoyo decidido de la Institución Universitaria Bellas Artes y Ciencias de Bolívar (Unibac).

Los ortodoxos musicales no le perdonan que, junto al jazz, haya vallenato, bullerengue, porro y otras expresiones de la música folclórica o popular del Caribe. Si el festival de jazz mompoxino fuera en verdad, un festival para jazzistas o amantes del jazz universal, el festival fuera un evento de minorías. Lo que ha atraído públicos en todos los gustos y géneros musicales, es precisamente, que el festival es ecléctico, pero no abandona ni el jazz ni las expresiones populares o modernas.
Hay quienes no aceptan que Silvestre Dangond esté allí en un festival de jazz. Se extrañan que esté Totó la Momposina. Pero es un conflicto que solo resolverá el tiempo.

El festival es por encima de todo, un evento sostenible, no es un embeleco gubernamental, es una apuesta cultural válida y poderosa, que, en 2018, hizo una apuesta arriesgada, combinar cultura con política, música con cumbre de gobernadores, desde un principio, se concibió como una propuesta combinada entre cultura y desarrollo.

En esas iniciativas de economía creativa, por supuesto, uno de los invitados del gobernador, era el presidente Iván Duque, que, por un instante, se olvidó que era presidente, y se subió a la tarima y se sumó a la banda de Monsieur Periné, y en otro instante de euforia, le arrebató la guitarra a uno de los músicos, para tocar no como un jefe de estado afinado, sino como un muchacho tocado por el embrujo que solo Mompox suscita bajo el delirio de la música. También ese episodio podría entrar en la lista de críticas de los ortodoxos, pero jamás ocurriría en un lugar a dos mil seiscientos metros sobre el nivel del mar.

Lo cierto es que, en menos de seis años, casi paralelo al festival, Mompox se convirtió en el segundo distrito turístico de mayor trascendencia, después de Cartagena, y en uno de los destinos turísticos y culturales de la región y el país. Esta ciudad hermosa y patrimonial al pie del río Magdalena, con solo 32 hoteles y dos grandes complejos en desarrollo con presencia de inversionistas internacionales, se paraliza en su embrujo en septiembre con el festival, pese a todos sus problemas aún sin resolver.

“El jazz en la parte económica representa una fuente de ingreso para el sector hotelero y para algunas familias que ceden sus casas a cambio de ingresos”, plantea el poeta Dagoberto Rodríguez Alemán.

“De igual manera el sector informal se beneficia. En el aspecto social, se vive un reencuentro de familias que están lejos y el festival es una excusa para reunirse nuevamente.
Además proyecta una imagen de Mompox internacionalmente y se visiona un intercambio cultural con respecto a la música.

“Sugiero que se le dé continuidad y a la vez , más participación al pueblo”.

Un nuevo augurio
Más allá de la problemática de la salud en Mompox, el augurio alentador es que en octubre se reanudarán los vuelos comerciales a Mompox, y por otro lado, se anuncia el avance de la construcción del puente más largo del país y el quinto de América Latina (2,3 kilómetros), entre Magangué y Mompox. Es una obra colosal conectada a 12 kilómetros, entre dos puentes: el de Santalucía (1 kilómetro) y el Roncador (2,3 kilómetros), unida a la Ruta del Sol de Santa Marta a Bogotá y a la Troncal de Occidente, una inversión de 236 mil millones de pesos. Esta obra reducirá a cuatro horas la distancia entre el sur de Bolívar y el interior del país. Y nos pondrá cerca de Mompox. Todo eso tendrá, por supuesto, riesgos y costos impredecibles en la vida de los mompoxinos. Es el mundo el que llegará a Mompox. El mundo pasando por el río, cruzando por la historia y por la música.

El tiempo despierta
Ahora la ciudad detenida en el tiempo empezará a despertarse. Los viajeros que dudaban en visitarla, ya no tendrán reparos en tomar un vuelo o cruzar el puente para llegar a ese milagro al pie de río que se llama Mompox. Las distancias empezaron a adelgazarse y el destino turístico es irreversible. Mompox seduce a la gente que llega por primera vez y al año siguiente regresa. El embajador de Estados Unidos probó el vino de corozo y su dulzor lo embrujó tanto como la música, que Mompox está en su agenda de septiembre. El austríaco Walter María Gurth, quien después de recorrer el mundo en su velero, encalló él solo en Mompox, dice que encontró por fin la ciudad ideal para vivir. Eligió un caserón desolado frente a la albarrada que resultó ser la casa donde Bolívar acuarteló a sus soldados para la Independencia.

Y el caserón es uno de los mejores restaurantes de Mompox, en donde él recibe a todos con su sonrisa de enorme capitán en tierra, y le regala a cada uno, un trago que él mismo prepara y que él mismo bautizó como Mulo, porque todo el que lo prueba, siente una patada de felicidad. Walter es un alquimista de sabores y un artista que talla la madera, todas las mesas y sillas han salido de sus manos de carpintero y ebanista incansable. Además de todas esas virtudes, es un jardinero que siembra orquídeas y jazmines en la penumbra del patio donde Bolívar adiestraba a sus soldados. En un intersticio del atardecer, antes de abrir su restaurante, Walter sale a pasear a su enorme perro, lanzándole una pelota hacia la albarrada.

Al igual que Walter, hay muchos extranjeros que se quedaron embrujados con Mompox, como una familia santandereana que decidió invertir en uno de los hoteles céntricos de la ciudad, en una antigua casa donde funcionó el viejo teatro local.

Epílogo
Y al volver sobre el jazz, hay algo más por hacer para que el festival, además de buenísimo, sea excepcionalmente memorable, con todas las estrellas que le llegan, en alianza con la Embajada de los Estados Unidos: ese algo es lograr que cada año se haga la memoria sonora de cada festival. Que cada año, sobre la música regional, popular y ancestral mompoxina y colombiana, se haga una convocatoria de arreglos en formatos jazzísticos, que permitirán el abrazo sutil entre dos culturas y dos ríos que fluyen como una sola música.

Y si queremos ser aldea del universo, con la filigrana, el queso de capa, el buen vino de corozo, el casabe con coco y la butifarra ahumada, que los que vengan del otro lado del mundo le hagan un jazz al río Magdalena. Y a Mompox, por supuesto. 

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