Siempre escucho hablar con nostalgia sobre las épocas doradas de las Fiestas Novembrinas, cuando eran “diferentes”. En especial, ese hilo de nostalgia, hebra de un grueso manto de recuerdos, entre generaciones que vivieron las épocas del capuchón: disfraz por excelencia de muchos de nuestros padres y abuelos. Cómplice de amoríos furtivos, de travesuras lujuriosas eclipsadas bajo el misterio de identidades ocultas; unía al rico con el pobre, al feo con el bello, al vivo con el bobo, al viejo con el joven, porque todos eran un sola fiesta bajo una capucha carnavalera.
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“Yo nací en 1951, me crié en El Papayal. En mi niñez, el capuchón era el primer disfraz que la generación mía quería ponerse en fiestas, junto a otro muy característico, que era el de murciélago, ese también desapareció. El capuchón era popular por su colorido”, recuerda el docente e investigador Alfonso Arce. El capuchón es una especie de una batola que cubre todo el cuerpo, acompañado de una capucha en la cabeza, con dos orificios para los ojos. Sin botones ni cierres. Su gracia consiste en ocultar la identidad de quien lo viste.
Los había de varios colores y en especial rojos, a unos “le ponían una carabela atrás. Otros llevaban mensajes, de manera picaresca. Recuerdo uno que decía: ‘¿Sabes quién viene atrás?... Tu bendita madre’. Una frase sugestiva en la parte delantera y una irónica en la parte trasera. Era un dispositivo para el jolgorio, para el humor”, refiere Arce. Actualmente se han vuelto populares las camisetas con frases en tipografía colorida de carteles de champeta, estilo ‘Runner’, algo que pudiera parecerse a los mensajes que se usaban en los capuchones.
En los jolgorios donde reinaba el capuchón, podían bailar unos con otros sin saber quién era quién. “Se confundían los estamentos sociales, tú veías al ricachón bailando en las fiestas de las plazas; bajo el capuchón estaba el cachón con la cachona, por decirlo en lenguaje coloquial, los amores furtivos encontraban ahí su recóndito público, digo yo, de manera paradójica”, añade Arce, miembro del Comité de Revitalización de las Fiestas de la Independencia.
Identidades ocultas
Los trajes de capuchón y cualquier otro disfraz novembrino podían conseguirse fácil en la Calle Larga, donde una decena de sastres se dedicaban a la confección festiva, recuerda Jorge Dávila-Pestana, por muchos años propulsor de “recuperar” las Fiestas. Pero en la Calle de la Media Luna –al lado de donde hoy queda Juan Valdez–, había una costurera especializada en crear capuchones para todos los gustos y tamaños.
“Se llamaba Míriam, era una vecina que ya murió. Ella hacía los capuchones. Mi papá, desde el año 1955, se disfrazaba con sus amigos de muchas cosas, entre ellas con el capuchón. Él decía que era una forma de festejar incógnitamente, para que las mujeres celosas no pusieran problemas a los maridos para salir. Los amigos se ponían de acuerdo para hacer su fiesta sin las esposas, se tomaban sus tragos y nadie podía ver quién era quién. Entonces, no había el chisme para la esposa”, recuerda Rosario Castro Vega, habitante de Getsemaní. Algunos los numeraban para identificarse, aunque con eso “perdiera la gracia”.
Se dice que, incluso, había mujeres que buscaban formas de marcar el capuchón de sus esposos, para seguirles la pista y atraparlos infraganti.
Cambiar la voz
Para Emilia Amor Bermejo, una sandiegana nacida y criada en la casa Tres Esquinas, y quien hoy dirige la comparsa Época de la Colonia Cartagena de Indias, el capuchón marcó su adolescencia. Recuerda aquella travesura, cuando se escapó a las fiestas.
“Mis papás no me querían dejar salir, ¿qué hicimos mis primas y yo?, las Amor, de San Diego, nos pusimos el capuchón y nos fuimos a bailar en la Plaza de los Coches, claro que en ese tiempo era algo muy sano. Ahí nos ganamos unos premios bailando rock and roll, pero salimos corriendo porque los organizadores querían que nos descubriremos las caras, para ver quiénes eran las que bailaban. Cuando llegamos a la casa ya nos estaban esperando nuestros papás, nos habían descubierto, nos dieron una muenda”, narra.
La clave del capuchón -explica- estaba en no dejarse “pillar”. Ya sea cambiando el caminado, con zapatos diferentes a los usuales, cubriéndose las manos con guantes y hasta en el tono de la voz. “Siempre tenías que cambiar la voz para que nadie te reconociera”, dice. Ella guarda en un viejo baúl un capuchón de más de 50 años, que perteneció a una tía. Es de dos piezas y tiene un signo de interrogación pintado detrás, algo bastante usual en aquella época.
Su mamá, doña Olga Bermejo de Amor, a sus 81 años, narra otra anécdota, sobre su vecina Josefina, de más de 70 años. “Mi marido llevó a una fiesta de capuchones a un joven, de 38 años. Josefina terminó bailando con ese joven, cada uno con su capuchón”, dice. Aquel muchacho no tuvo más remedio que marcharse espantado al descubrir que la dama, con la que bailaba, bien podía ser su abuela.
Y el amor...
Bajo la complicidad de los capuchones, se conjugaron bonitos amores. Como ese que hoy conservan el empresario cartagenero Ramón Del Castillo y su esposa. Él también recuerda a los capuchones.
“Una vez que yo estaba bailando, una muchacha llegó y se puso a bailar conmigo, no sabía quién era, vamos a ver que terminó siendo mi mamá, que también tenía capuchón. Y mi mamá se burlaba de mí. La gente aprovechaba su capuchón para hacer bromas, pero era algo sano, había romances ocultos, de pronto veías a una pareja dándose piquitos por la boca del capuchón (...) Todas las clases sociales, éramos todos unidos en una sola raza, ricos, pobres, era una cosa de integración absoluta”.
Y añade que la anécdota más grande que tiene es que el capuchón le sirvió de cómplice para mantener en secreto sus “amores” con su esposa, a los 15 años. “Nosotros nos poníamos el capuchón. Teníamos amores pero no podíamos decírselo a las familias, porque en aquel entonces las mujeres no podían tener novios siendo tan jóvenes. Entonces nosotros con los capuchones nos gozamos las Fiestas de Noviembre. Con ella me casé y voy a tener 60 años de matrimonio”.
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El filósofo Enrique Muñoz dice en su libro, ‘Cartagena Festiva’, que “la decadencia del capuchón en las Fiestas pudo comenzar con el asesinato de Ligia Logreira o por el incremento de robos y atracos a las personas encapuchadas, que no tenían cómo correr ni con qué defenderse”.
Ligia, reina del barrio Getsemaní en el año 1956, fue asesinada en 1963. Fue “acuchillada en la puerta de su casa, en la calle del Espíritu Santo, por su esposo. Ella venía con el popular capuchón puesto, un signo carnavalesco distintivo que, a partir de entonces, se dejaría de usar masivamente”, dice el libro de Muñoz.
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