Facetas


Los amantes compran rosas

JOHANA CORRALES

24 de mayo de 2015 12:00 AM

Imagine esta escena: usted está sobre una muralla del Centro Histórico con la chica que le gusta, viendo un espléndido atardecer cartagenero, ideando la forma de robarle por lo menos un beso, cuando una mujer irrumpe, con un colorido vestido, y le dice:

-Hola, ¿cómo estás?
-(Silencio)
- ¿Le vas a regalar una rosa a esta bella dama que te acompaña?

Piense bien qué le contestará. Si quiere que la inoportuna vendedora se vaya, compre la rosa. Si no quiere quedar como un tacaño frente a su conquista, compre la rosa. Si desea ganar puntos con su chica, compre la rosa. Si quiere retomar el control de su cita, compre la rosa.

Así, es muy difícil que Cristina García no haga la venta. No ha habido un solo día en estos 26 años que lleva en las calles vendiendo rosas que se devuelva a su casa con el canasto lleno.

Junto a ella todo el tiempo está Benito, un perro callejero al que le salvó la vida. Se ha vuelto su mejor compañía, además de socio. El animal no se le despega.

Siempre lleva colgada una pañoleta perfumada sobre el cuello. Entre más huela, más feliz se siente. Mientras Cristina está promocionando alguna rosa, Benito se adelanta a la próxima pareja y se queda jugando con ellos para que no se vayan.

Son inseparables. Él se sabe todo el recorrido. Los demás vendedores molestan a Cristina, porque prefiere cruzar la carretera en cualquier oportunidad que vea, pero Benito sólo cruza por las cebras peatonales.

“Uy, por Puerto Duro sí me molestan. Benny es incapaz de cruzar, si no es por la cebra. Yo sí me le tiro a los carros. Me gritan: 'coge ejemplo del perro'. No se me quita esa mala costumbre”, dice riéndose.

Mientras ríe, la observo. Tiene una sonrisa amplia y genuina, los ojos grandes y las líneas de expresión muy marcadas, más que por su edad, parecen golpes de la vida. No habla, grita. Tiene las manos llenas de cayos y una que otra cicatriz: las rosas son bellas, pero sus espinas no tanto.

Hace unos años no tenía adónde ir, ni cómo sacar adelante a sus cinco hijos. De modo que al ver tanto turismo en la ciudad, pensó que vender rosas podría ser una buena opción. Siempre ha sido muy artística y cree que todo entra por los ojos. Así que se compró un vestido folclórico, metió en una canasta las rosas y salió a vender.

“No sabía cómo acercarme a ofrecer las rositas a las parejas. Hasta que un extranjero me llamó y me compró 12 para regalarlas. Esa venta fue tremendo impulso. Me motivé enseguida”, cuenta.

Trabaja de jueves a domingo y el lunes, si es festivo. Sale de su casa a las 2 de la tarde y regresa a las 10 de la noche. Quisiera seguir vendiendo hasta las 12, pero el transporte es muy complicado. Muchas veces los cocheros la acercan a su vivienda cerca del barrio Torices.

Su mejor época como vendedora de rosas fue cuando funcionaban los antiguos teatros en el Centro Histórico. Eran filas enormes que ella aprovechaba para vender todo el canasto.
Cada rosa vale 5 mil pesos, para el nativo. Para el extranjero, 20 mil. Maneja dos precios porque considera que no sería justo cobrarle un valor tan alto a un pelado humilde, que muchas veces sale solo con el pasaje.

“Me pongo a pensar que el extranjero pide un vaso de whisky, a veces con un pocotón de hielo, y paga hasta 80 mil pesos en un restaurante carísimo. Si ellos gastan eso, ¿por qué yo no puedo cobrar 20 mil pesos por una rosa que viene con tarjeta? Bueno, la verdad así me justifico, porque eso me hace sentir deshonesta”, confiesa.
Ningún día es plano: siempre pasa algo. Para ponerme un ejemplo señala a una pareja que viene caminando hacia nosotras:

“Ese muchacho que viene ahí puede tener dos o tres mujeres. Esa que ves puede ser la novia. Pero como a las 7 de la noche aparece con otra, con la que sí hay toqueteo. Y puede tener otra más, la de las 10, y esa es la más lisa y la que le quita el paquete de chicle y el helado”.

Cuando es así, Cristina aprovecha para venderle rosas a las tres conquistas del tipo. El hombre, por miedo a que la ruidosa mujer lo eche al agua, siempre le compra.

“Algunos amigos de mi hijo, le dicen: 'tu mamá sí es faltona, me tiene extorsionado'. Porque los veo hasta con tres peladas en un mismo día y me los quedo mirando como amenazándolos. Ellos saben que si no me compran, los dejo mal”.

Ronda mucho las troneras de las murallas. Ahí se ponen muchas parejas a darse intensos besos y a hacerse caricias. Se les aparece por detrás y los saluda con tanta efusividad que se asustan: “les digo: claro, crees que llegó tu esposa o tu suegra”.

En una ocasión le vendió una rosa a una pareja. Cuando dio media vuelta, escuchó los alaridos. Resulta que la mujer del tipo los venía siguiendo y vio cuando este le dio la rosa a su amante. La esposa cogió al hombre por el cabello.

“Esa vez sí me dio risa. Yo le gritaba a la esposa: 'Pégale, para que respete'. Y esa mujer le daba más duro”, cuenta riéndose.

“LA ACHACA PLAN”
Así fue bautizada por los vendedores ambulantes, quienes cada vez que ven a una parejita en pleno acto le avisan para que llegue hasta donde ellos.

Cristina dice que las chicas llegan en faldas y se les sientan sobre las piernas a sus acompañantes. Apenas los ve, se acerca y los saluda. No se va hasta que logre vender las rosas. Los tipos desesperados le dan el primer billete que encuentren.

“Me dicen: 'Mira, allá hay un pelao que tiene a esa pelada enganchada. Y yo como que: ah, sí. Me voy para allá a ofrecer las rosas y el tipo me dice que no y se la monto hasta que saca la plata de la cartera. A veces me dan hasta 10 mil”.

Pero también ha sido testigo de pedidas de mano. Una vez, una pareja le mostró un álbum con todas las flores marchitas que le habían comprado. También ha arreglado la iglesia de muchos de sus clientes. Eso --dice-- es lo que más ama de su oficio.

BUSCA A SU HIJA Y A SU HERMANA 
Cuando niña, estuvo con su hermana en el Hogar de la sagrada familia en Tuluá, un internado de las madres franciscanas. De ella, no volvió a saber nada y hoy la busca con desesperación.

Pero lo que más la tiene angustiada es conocer el paradero de su hija Casey Michelle Dunne. Dice que hace varios años conoció un extranjero con el que se casó a los seis meses.

El hombre, quien según Cristina la maltrataba, tenía problemas con las drogas y el alcohol. Relata que vivió ese infierno por tres años hasta que logró escapar, pero sin su hija Casey.

Para probar lo que dice llevó a esta entrevista un documento firmado por la abogada Paola Ester Burgos, de la Universidad de Cartagena, donde corrobora la veracidad de su historia. Hace un año y medio lograron el contacto con su pequeña. Sin embargo, todo se ha realizado a través de otra de las hijas de Cristina. La situación la tiene muy ansiosa y se comporta por momentos de forma irracional.

“Todo lo que me pasó, me tiene como bloqueada. Yo no estoy loca, pero los nervios me traicionan. Siento que es normal que me suceda esto”.

Es muy poco lo que sabe sobre su hija. Lo último que  supo es que pasó por varios hogares sustitutos del Estado, vive en Florida y la pareja del exesposo le pegaba.

“No me quieren decir la verdad sobre mi Casey. Mi otra hija sí sabe todo. Yo sé que ella está enferma, pero me esconden las vainas”, dice llorando, mientras Benito, su mascota, se acerca como a animarla.

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