Facetas


La vida ultramarina de un vigilante de canoas

ANDRÉS PINZÓN SINUCO

25 de enero de 2015 12:00 AM

Hora crepuscular. Entre las piedras cenizas que serpentean junto al malecón del baluarte de La Tenaza, paralelo a la Avenida Santander, una sombra alza un pequeño gato. Chalupas, botes pequeños desperdigados, canastas vacías y volcadas, dos sujetos se aproximan. La sombra se aclara, tiene puesta una chaqueta salpicada de oleaje. El hombre lánguido es un getsemanisense, 56 años, Álvaro Díaz Valdelamar.

El par de jubilados caminan en pantalón corto, sin prisa alguna y gesto fatigado. Pasan de largo saludando al cuidador y amante de los felinos. Álvaro corresponde.
No tiene una apariencia hostil, pero es el celador del lugar, un desembarcadero desde el que sale diariamente, hacia las 5 de la mañana, la hermandad de pescadores. También es el sitio en donde se vende lo pescado, en su mayoría -cuando hay suerte- róbalo, pargo y sierra.

El trabajo del vigilante consiste en estar pendiente de las pertenencias de los pescadores a partir de las 10 de la noche hasta la madrugada, o cuando llegue el primero de ellos a hacerle compañía.

Estamos bajo una carpa roja que hace parte de su cambuche. Es una fortuna - dice-vivir en el mismo lugar de su trabajo, a golpes de mar y brisa salada. Vive justamente a la orilla del mar. Tras el pretil del malecón. Mientras Álvaro desayuna un suculento pescado frito con yuca, comprado en el mercado de Bazurto, sus diez gatos lo rodean.

- Ya, papi, ya. Está bueno -le dice Álvaro Díaz a uno de sus pequeños gatos pelirrubios que intentaba agarrar un bocado de más, mientras empieza a envolver con el papel aceitoso nuevamente la comida-.

***
Hace treinta y cinco años, con sus días y sus noches, Bartolo Elles provee a su familia de todo lo necesario con la pesca artesanal. Nylon en mano, carnada y anzuelo se adentra, remando, en la inmensidad, casi siempre a unas 4 o 5 millas náuticas de distancia de la playa de La Tenaza. También prueba suerte con el trasmallo, una red grande que flota encima de las columnas de agua.
- Hoy traje tres pescados nada más- dice Bartolo, un tierrabombero de 50 años, padre de cinco hijos-. Aquí no recibimos ayuda de ninguna especie. Necesitamos canoas más grandes para ir a buscar el pescado más lejos.
Recuerda que en su niñez, en la Isla, a veces se escapaba de clase para ir a nadar, aprendiendo los misterios de los amaneceres veraniegos del Caribe.
- La pesca es una aventura -dice al tiempo que acomoda los peces en una nevera de icopor-. Hay veces que salimos todo el día y no cogemos nada. Hay veces que sí, como todo.
Dice que solo se pesca en la mañana, excepto en el invierno, comenzando el mes de mayo, época en la que se hace doble jornada, pero generalmente vuelven hacia las 11 de la mañana. “Ahora, con las brisas, a veces, no podemos salir”. Se marchará para su casa en el barrio Nelson Mandela hacia las 4 o 5 de la tarde.

***
Antes de que llegaran los diez gatos, hace cuatro años, había una “¡cantidad de ratones!”. Álvaro Díaz Valdelamar aún ve algunos, pero dice que ya están viejos, y casi ni pueden andar entre las piedras.
- Todos los gatos los recojo en la calle- dice Álvaro mientras guarda su comida en un microondas blanco que utiliza como cajón, y que le compró a un reciclador que iba pasando-. Los cargo, los crío y los doy en adopción. Me parece que también deberían tener un mejor trato. Los cojo pequeños porque grandes no se adaptan. Los veo abandonados.
Aunque también tiene tres perros, una de ellas preñada, prefiere a los gatos porque a su juicio son “más aseados y cariñosos”. Como si quisiera compartir su propio abandono, el hombre ejerce una complicidad inusual con los felinos. Los alcatraces, garzas y gaviotas, en cambio, observan la relación con naturalidad. “Cuando los pescadores encuentran a las aves heridas, me las traen y yo las curo. Llega un momento, en una temporada de calor, que enferman los alcatraces. Vienen con las alas partidas y yo trato de salvarlas”.
Dice que le toca celar en total 30 botes, más ocho motores que guarda en su cambuche, muy cerca de la cama improvisada en donde se tumba a dormir cuando tiene ocasión y no hay nada qué hacer. Su pequeña guarida parece que vence todas las leyes de la física, se mantiene rígida contra todo pronóstico y cuenta además con una sala-comedor en donde el hombre exhibe todas los objetos que ha traído la deriva. Lámparas antiguas corroídas por el salitre, una colección de corales, cocos, y toda clase de pequeños tesoros marinos, al menos para él. Quién sabe cuanto tiempo y esfuerzo le ha costado organizar cada cosa en su lugar.
A diario recibe el pago por sus servicios. Pero antes de ser el vigilante era un bañista más. Claro, dada su frecuencia en el sector, hace cinco años, los pescadores le ofrecieron el trato de celar sus posesiones, lo que no se imaginaron era que vendría con gatos y poblaría un ya poblado territorio marino.

***
El frío asmático se cuela por la precaria construcción. Viene de golpe, violento, camuflado entre los vientos alisios. Tal vez sea por eso que Álvaro dice que prefiere el mar al mediodía. Sin duda una de las desventajas de vivir a la intemperie.
Cuando se resiente por la brisa helada se le congestiona la nariz, pero ni siquiera eso parece ser importante en su cotidianidad. Lo son, en cambio, los fragmentos de nada.
- Un compañero me trajo una vez un pez sapo- dice Álvaro quien tiene un hijo sobre el que no profundizamos mucho en la charla-. Yo lo embalsamé. A ese pez sapo le tomaban más fotos. Venían franceses, italianos y argentinos a tomarle fotos, pero un día se lo llevó la marea. Le dije a los compañeros que como lo vean por ahí que me lo traigan.
¿Hasta cuando piensa seguir con este tipo de vida ultramarina?
- Hasta que Dios quiera. Me he adaptado. No estaba acostumbrado a esto. He encontrado a la orilla del mar algo natural, algo hermoso.

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