Facetas


La historia de Calvo Pasos y de una vieja travesura navideña

GUSTAVO TATIS GUERRA

24 de diciembre de 2017 12:00 AM

Diciembre huele a pastel. La mujer corta la vena de la hoja del bijao, y la savia se derrama con el perfume de la primera noche en que los africanos esclavizados guardaron las sobras de las comilonas de los virreyes, y las escondieron en la madrugada en hojas de bijao, amalgamando los sabores del cerdo y las verduras, en un revoltillo hambriento y de emergencia. Aquello pudo ser el germen del pastel,  en las noches opresivas de la esclavitud, preludio de un nuevo sabor al mestizaje en la singular gastronomía de Cartagena.

Hace muchos años vivió en Cartagena, un personaje divertido, juguetón y travieso, que solía burlarse de sus contemporáneos especialmente en diciembre. Gabriel Calvo Pasos mandaba a imprimir un aviso con el mismo diseño de los carteles funerarios en los que nombraba a algunos amigos y conocidos, a los que él suponía que no llegarían a comer pasteles ni pavo en diciembre. Algunos de los elegidos, independientemente de que se hubieran enfermados o tuvieran alguna dolencia, los escogía por pura intuición porque les “veo en la cara pintada la muerte. O tienen un gallinazo en las orejas”, como solía decirse en aquellos años. O en años más recientes: “Está que estira la pata”. El áura de la muerte era percibida muchas veces por la mascota que se enfermaba antes que el amo cerrara para siempre sus ojos. Gabriel tenía un juego perverso en aquella Cartagena donde todo el mundo se conocía en el Centro amurallado y en sus barrios periféricos. La ciudad era una algazara de saludos  y abrazos estruendosos que tenían la gracia de cien años de soledad y cuatro siglos de murallas. Si alguien se robaba una gallina, aquello era la noticia conversada en los portales.  Si alguien descubría a su mujer con otro, o a otro en un asunto de infidelidad, aquello era el comentario del día.

Y si alguien se moría, la noticia del muerto era la conversación de todo el día. Morirse en diciembre era un verdadero escándalo y una consternación pública en la que los deudos se amalayaban como si la muerte fuera la más terrible e implacable de las imprudencias. La muerte debía esperar las cuatro fiestas. La nostalgia empezaba temprano con la voz de Nurys Borrás y su himno que suena en la noche de las velitas, el 8 de diciembre, y estremece a quien la escucha. Entonces salir a la calle era tropezarse con ese extraño y curioso personaje Calvo Pasos,un oráculo tropical de la muerte. Ser elegido por Calvo era un mal agüero. No terminaba noviembre cuando la gente perseguía a Calvo para que por nada del mundo, lo incluyera en su eorme cartel funerario que  decía: “Estos no comerán pastel ni pavo en diciembre”. Era una sentencia temeraria ver el nombre de algún conocido allí, anunciándole su propia muerte. Los avisos los pegaba Calvo en sitios estratégicos. Muchos de los elegidos negociaban con Calvo para que los sacara de la lista. Y él accedía luego de una negociación en la que había dinero de por medio. Calvo hizo de su vida una verdadera travesura de la imaginación. Dirigió una revista invisible y cobraba los avisos comerciales de sus anunciantes, hasta que un día, me cuenta Enrique Muñoz Vélez, uno de los benefactores, el señor Daniel Lemaitre, le recliminó: “No hay más avisos para tu revista, Gabriel Calvo, porque esa revista nunca la hemos visto”. Y la respuesta genial de Calvo Pasos fue: “Ahora sí va a salir, y en esta edición diré que los jabones que tú vendes porducen urticarias”. Era imposible contradecir a semejante y novelesco personaje de la ciudad.

“Moncho Vélez y Gabriel Calvo Pasos, verdaderos hechiceros de la crónica viviente, de la crónica hablada, de la ironía con sabrosura local”, dice Héctor Rojas Herazo.

“Calvo Pasos es el heredero conversacional del Tuerto López. Su palabra está hecha de alfileres entomológicos. Le gusta prensar a las gentes; dejarlas allí, disecadas y exactas como mariposas”. Era la época de Clemente Manuel Zabala, Aníbal Esquivia Vásquez y Donaldo Bossa Herazo. Los tres con la ciudad en sus hombros. Clemente Manuel Zabala era para él “una lámpara que alumbra en silencio”. Y Aníbal Esquivia, otro silencioso, con esos “silencios llenos de observación, disimulo, de ardiente y contenida vigilia, de apertura mental, de aguda y un poco desencantada visión de los hombres. Era un hidalgo castellano con el color de las aceitunas en vinagre”. Donaldo Bossa Herazo, un hombre memorioso que se pasó la vida averiguando el origen de cada apellido, de cada calle; de cada puerta, de cada portal, de cada plaza, para escribir El Nomenclator.

El hombre mira el cartel
La travesura de Calvo dejó una huella inolvidable en la sensibilidad urbana. Suscitó perplejidades, picardías y controversias. El señor que iba por la calle vio el cartel. Lo reparó con minuciosidad devoción. Los primeros  nombres le hicieron soltar una risa, una carcajada. ¡Que se va a morir este condenado! ¡Está vivito y coleando! ¡Cómo se le ocurre eso a Gabriel Calvo!
Otro tipo en la plaza estaba enardecido persiguiendo al autor del afiche funerario. ¡Me sacas de ese maldito cartel, porque no espero morirme! ¡Me verás comiendo pastel y pavo! ¡No me friegues con esa chanza pesada!

¡Bórrame de una vez de esa travesura macabra!

El pastel espera
Algunos de los tipos que estaban mencionados en el cartel funerario, fueron a la plaza a encargar sus pasteles de diciembre. Uno de ellos, desarmó con ansiedad el pastel, arrancándole las piticas, como si no le alcanzara la vida para semejante milagro. Pasaron de la risa a una clandestina sensación de amargura ante lo inexorable. En todo se piensa en diciembre, menos en  la muerte. El cerdo guardado entre la montaña de arroz le devolvió al elegido, una alegría atropellada e infantil, para conjurar la jugarreta de Calvo Pasos: no morirse en diciembre. El hombre que estaba muerto de la risa leyendo la lista de nombres de los elegidos. Se quedó en seco, cuando al final de la lista, vio el suyo. Algo pareció paralizarse dentro de él mismo. Tomó aliento, maldijo, y respiró como un agonizante, soñando con el olor del manjar envuelto entre las hojas de bijao.

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