“Quiero que me devuelvan a mi hijo hombre, como yo lo parí”, esa es la frase de una madre adolorida que acaba de perder a su hijo, durante una intervención quirúrgica. Sebastián* o Kelly*, como se hacía llamar el difunto, murió cuando le inyectaban biopolímero en los glúteos, para aumentarlos de tamaño.
La vanidad de Kelly la llevó al otro mundo, ese donde no prevalece la belleza, donde nos convertimos en comida para gusanos.
Kelly era una mujer trans que siempre quiso verse bella. El aspecto físico fue una prioridad, por esto se sometió a una cirugía que terminó robándole el aliento.
En vida habría preferido que la enterraran como toda una mujer, pero su madre nunca estuvo de acuerdo con su inclinación sexual y pidió que lo prepararan como el hombre que ella parió. Ese trabajo queda en manos de Héctor Domínguez Vallejo, un tanatólogo dedicado al arte de preparar y embellecer muertos.
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Héctor tuvo el primer contacto con un muerto a sus 16 años. 1987. Las balas irrumpen el silencio en la casa de Domínguez. Hay un muerto en Sincelejo, la ciudad donde nació. Uno de sus profesores de la universidad es el que hace la inspección judicial. Este le pide que le ayude a cargar el cadáver, y como Héctor es de contextura gruesa, es el indicado. A él le corresponde tomarlo por un brazo. Cuando levantan el cuerpo, hace un sonido propio de una persona muerta, pero que él desconoce. Esto alarma a Domínguez, que suelta el cadáver y sale corriendo como alma que se lleva el diablo. Después se convierte en la burla de sus compañeros de clase. Años más tarde, el mismo que le da un susto, es el que le da de comer... un muerto. Comienza estudiando Ingeniería Agrícola y luego se da cuenta que lo suyo es la tanatopraxia.
Convirtiendo a Kelly en Sebastián
El hospital le entrega el cadáver de Kelly envuelto en una bolsa blanca. Lo primero que hace Héctor es usar la vestidura adecuada para este procedimiento.
Delantal, gorro, gafas, guantes, mascarilla y todos los elementos de bioseguridad para evitar que fluidos del cadáver toquen su piel. Tampoco puede faltar en la billetera de Héctor su carnet de vacunas al día.
Kelly es realmente bella, tiene el cabello largo, parece una muñeca de porcelana, pero, para el agrado de su madre, debe volver a ser Sebastián… antes, debe empezar el procedimiento para conservar el cuerpo unas horas más.
Héctor empieza limpiando el cadáver, lo que él llama una asepsia. Con detergente e hipoclorito de sodio comienza a desinfectarlo. Luego del aseo corporal, busca mucho algodón y tapona el orificio de la boca, que debe hacerlo llegar hasta la tráquea.
En un balde, empieza a preparar la sustancia que inyectará al cuerpo. Usa una pimpina de formol, concentrado en un 37,5%. Este es el componente que permite que se retrase la descomposición del cadáver, para poder llevarlo a la sala de velación. Durará las horas que sean posibles, depende de la cantidad de formol que se le inyecte. A este producto le añade crema humectante, para que el cuerpo no quede tan reseco. 500 mililitros de ácido fénico, alcohol etílico, naftalina, para disminuir el olor del formol y por último polvo rojo, para darle ese color que el cuerpo pierde al morir.
Hay preparadores que inyectan el producto manualmente, es decir, en cada extremidad aplican una cantidad moderada, pero Héctor busca las arterias carótida y yugular y lo inyecta por ahí para que recorra todo el cuerpo. Al terminar, espera cinco minutos y procede con el troqueamiento, que es para succionar los líquidos y fluidos que están en el cuerpo: orina, heces fecales, sangre y el mismo formol.
Este procedimiento se hace con una máquina que se llama troquer, tiene un metro de largo y se mete por encima del ombligo. Lo primero que se empieza a succionar es el corazón.
Finalizado esto, el cuerpo está listo para suturar. Héctor agarra unas pinzas en forma de gancho y empieza a meter algodón en la nariz. Limpia el cuerpo una vez más y comienza la tanatoestética, esa que va más allá de formol, alcohol e inyecciones: llega el momento de convertir a Kelly en Sebastián.
Héctor le corta el cabello. Al aplicar el polvo, disminuye el rubor, pinta las cejas más gruesas y lo viste como todo un caballero. En el féretro, después de muchos años, sus parientes vuelven a ver a Sebastián, pero esto le disgusta a un hombre moreno alto, a quien sí le habría gustado contemplar a su mujer dentro del ataúd.
Apenas entrega el cadáver de Sebastián, Héctor recibe una llamada. Al otro lado del teléfono habla un hombre: “Tienes más trabajo”. Sí, no se equivoca, el próximo paciente de Héctor es Juan Carlos*, un muchacho de 18 años, que murió al recibir una cuchillada en el cuello. Bastó solo un ataque para matarlo.
Más trabajo: Juan Carlos
Juan Carlos, según sus parientes, no tenía problemas con nadie. Su asesinato es producto de un mal entendido, donde un hombre lo acusó de la pérdida de un objeto y Juan solo decía “no tener velas en ese entierro”. Luego del ataque, su hermano intentó salvarle la vida llevándolo a un centro médico, pero el esfuerzo fue en vano. El CTI de la Fiscalía hizo la inspección judicial del cadáver y lo llevó a Medicina Legal, para la necropsia. La siguiente tarea es para Héctor, debe preparar el cadáver para el último adiós.
A las manos de Domínguez llega un cadáver con el cerebro en el estómago y una rústica sutura desde el abdomen hasta la cabeza. Héctor corta los hilos con unas tijeras y lo que obtiene es un cuerpo abierto por la mitad, con todos los órganos expuestos.
Hígado, corazón, cerebro, intestinos, páncreas, todo termina en el mismo lugar. En un balde con formol, alcohol etílico, ácido fénico y agua.
Contrario a la preparación de Sebastián, durante la necropsia de Juan Carlos, los médicos forenses destruyeron las arterias por donde Héctor debe inyectar el formol, así que le toca hacerlo manualmente en el rostro. Lagrimales, pómulos, y barbilla, cada uno recibe una pequeña dosis de formol. Ubica las arterias axilares y femorales y empieza a esparcir la sustancia por el resto del cuerpo.
Seca la cavidad torácica y la recubre con antifluido (un pedazo de tela impermeable, que aísla restos de fluidos corporales y evita que salgan del cadáver). Seca los órganos que están en el balde y les echa aserrín, para que absorba todo el líquido, luego los mete de nuevo en el cuerpo. Todo se mezcla, por ejemplo: el corazón -o lo que queda de él-, puede ir a parar al estómago… los intestinos al pecho… y así. Por último, pone un pañal desechable sobre los órganos y cierra el cuerpo. La herida, que es la secuela del asesinato de Juan, la sutura por dentro y por fuera la sella con gota mágica. Al final, la idea es que Juan Carlos se parezca lo más posible a lo que era en vida.
Todos los muertos son maquillados, así que Juan no se salva del polvo compacto. Lo viste y está listo para ser mostrado a sus familiares. Para el último adiós.
Más que muerte...
Héctor aprendió a maquillar y también a recrear partes del cuerpo perdidas. Recuerda, por ejemplo, a un señor que murió arrollado por un taxi. El cráneo quedó completamente destrozado, y perdió uno de sus ojos. Héctor construyó el cráneo con una botella plástica y lo cubrió con el cuero cabelludo. En el ojo bastó una pepa de níspero para reconstruirlo.
Héctor hace lo que le apasiona. Irónico para muchos, pero a cada cadáver le pone un toque de amor. Algunos casos ni lo conmueven, otros le tocan las entrañas.
Cómo olvidar a aquella niña de un año… Héctor tiene tres hijos, la última es una nena. Ese día, su hija cumplía un año y, al llegar a su trabajo, se encontró con una dolorosa coincidencia. Sobre la camilla, yacía el cadáver de una niña… de un año. No pudo evitar pensar en su hija, en el dolor de los padres de
la otra pequeña, muerta por una negligencia médica: exceso de anestesia.
La sola idea de pensar que podía ser su hija le apretaba el corazón. Y lloró mientras en casa todos estaban felices por el cumpleaños…
Héctor, acostumbrado a la fría muerte, también siente y trabaja como si fuese uno de sus familiares quien yace en la fría camilla de metal.
*Nombres cambiados a solicitud de la fuente.
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