Facetas


En memoria de la profe Rosita Jiménez

LAURA ANAYA GARRIDO

15 de julio de 2018 12:45 AM

He preguntado por una palabra, una sola. Una palabra lo suficientemente grande para definir a Rosita, pero me parece que todavía no la han inventado o, por lo menos, no en el español. ¿Qué letras habrá que unir para crear un vocablo que signifique amor, pero también constancia, dedicación, inteligencia, humildad, sabiduría, dulzura, solidaridad, alegría y fortaleza? Ese es el reto difícil.

Fácil sería solo decir que se llama Rosa Jiménez Ahumada, que es trabajadora social, especialista en administración de empresas, magister en educación y amante de los Montes de María, y de la paz. Difícil es escuchar que todos sus amigos hablan de ella así, en presente, como si no se hubiera muerto el miércoles, como si apenas estuviera de viaje.

Como si una mañana de estas fuese a llegar a su oficina de la Universidad de Cartagena a planear alguna visita a una comunidad o simplemente a cumplir los afanes de ser jefe del Observatorio para el conflicto y los derechos humanos de la única universidad pública de esta ciudad. Qué no daría Anita Pombo para volverla a ver allá, en la vieja y bohemia sede de San Agustín, repartiendo felicitaciones, consejos o regaños, porque es verdad, a veces le tocaba regañar.

Anita conocía a Rosa hace treinta años y eso, para mí, es una vida entera. Sé que a veces le decía Rosa y a veces Rosi, o mi Rosi, pero no me atreví a preguntarle si el domingo pasado, cuando le habló por última vez en el hospital, le contó lo mucho que la admiraba. No sé si le dijo, como a mí, que la veía como “una trabajadora incansable”, una mujer “animosa” que creía en la vida y en que la gente siempre puede cambiar para bien.

“Rosi sabía que la vida era un camino de riesgos, y estaba dispuesta a asumirlos todos. No se arrodillaba ante nada y enfrentaba las consecuencias de sus actos con fuerza. No era una mujer de protocolos, no, no, no, trataba igual al presidente y al pordiosero”. No, seguro no alcanzó a decirle todo eso, porque en los hospitales los minutos vuelan y porque Rosita ya se sentía muy mal, tanto que apenas alcanzó a responderle: “No puedo hablar, me han puesto muchas cosas, no puedo hablar”.

¿Quién iba a imaginar que Rosita se iba a morir, si apenas tenía 58 años? Si, cuando se accidentó, era lunes festivo (2 de julio) y ella no estaba de parranda o en la playa, sino trabajando en los Montes de María con sus estudiantes, sus otros hijos. Nadie pudo prever que el bus se quedaría sin frenos y que antes de caerse al abismo de Ojito Seco -así se llama ese sector-, el conductor preferiría estrellarse contra una especie de muro que terminó lesionando de muerte la médula de Rosita.

Ay, Rosita, si supieras que a Gustavo, tu hijo biológico mayor, se le tuvo que estremecer el alma cuando le dijeron que te habías accidentado. Le ha tocado aceptarlo, te moriste, pero nunca olvidará que hasta poquito antes de partir estuviste organizando todo, dando instrucciones de cómo debía seguir todo en la casa. Eras la matrona de la familia, ya sabías que morirías, pero no estabas dispuesta a dejar que todo se derrumbara en la casa, ni en las vidas de los hijos que pariste: Miguel, Indira y Gustavo. 

Hablé con Gustavo, y cuando le pregunté “¿Podrías decirme cómo la recuerdas?”, me dijo: “Como lo que era, como una guerrera”. Me acordé de todas las cosas que me dijo Anita y también de las que me dijo otro compañero tuyo, Jorge Llamas.

Para él, que trabajó los últimos años a tu lado en la U de C, eras, sobre todo, un ser humano “muy humano”, una mujer solidaria, entregada a su familia y a la gloriosa alma máter. Que no solo eras una investigadora, sino un actor que intentaba hasta el cansancio cambiar la vida de los más vulnerables… de los muchachos esos de las veredas de la Alta Montaña, en El Carmen de Bolívar, porque les es tan difícil acceder a la educación superior. “Ella entregó todo para hacer de este mundo un mejor lugar. Era práctica y decidida”. Me dice que se vieron por última vez el viernes antes del accidente, y que tú le decías jefe, pero a él no le gustaba que lo llamaras así.

Jairo Rodríguez, uno de esos cientos de hijos que criaste en la universidad, me cuenta que todo lo que es, profesionalmente, te lo debe a ti. Que fuiste su mamá durante los últimos diez años, que le impresionaba esa capacidad tuya de encontrar la palabra precisa para cada momento, bueno o malo.

Que no es nada ser trabajadora social, si no tener esa empatía tuya, ese don de gentes y esas ganas de comerte al mundo. Y de transformar, de llevar las aulas al campo y enseñarle a la universidad que en la calle es donde está el conocimiento. (Lea aquí: Se accidenta bus de la UdeC en los Montes de María)

Después del viernes, de aquel último café y de la última charla, Jairo ha recordado una y otra vez esa frase que tanto le dijiste, y que le repetías a todos tus alumnos: “Las personas tenemos derecho a ignorar las cosas, a lo que no tenemos derecho es a no buscar la respuesta de eso que ignoramos”.

Eso mismo le habrás dicho a Stephanny Galeano Urzola, otra de tus estudiantes, que tampoco te pudo definir en una palabra… Me dijo que eras inquieta, fuerte, pero que lo que más valoraba de ti era la sensibilidad frente a los problemas del otro. El día que te visitó en la clínica, cuando te tomó la mano fuerte y tú le dijiste que ibas a pararte de ahí para seguir soñando, se le quedó grabado en la mente. Y todavía le duele.

Nelson Ibarra Ríos, que trabajó contigo un año entero en la U de C, me decía: “La profe Rosita era un ser excepcional, su vasto conocimiento y ganas constantes de seguir aprendiendo no la hicieron apartarse de la humildad, la sencillez y la alegría. En esa etapa de transición entre la academia y la práctica, un día me dijo: 'Nelsito, aquí es donde vas a aprender”, y tuvo la razón completamente. Jamás le hice saber lo mucho que aprendí de ella”.

Y hoy, si tuvieran un solo minuto contigo, todos coincidirían en decirte una palabra: gracias. 

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