El día que llegó a la Terminal de Transportes de Cartagena, Brayan Alán Reales Orozco no sabía qué hacer. Se sentía perdido. Se preguntaba a dónde ir, a quién llamar. Estaba solo en una ciudad extraña. Así que durmió en ese lugar. Le tocó hacer de tripas corazón y acostarse en una banca.
“Ahí pasé casi los trece peores días de mi vida. No me da pena decirlo. Bueno, casi no dormía porque conciliaba el sueño ya de madrugada y tenía que levantarme bien temprano, pagar un baño para ducharme y salir a ver qué hacer.
“Llegué un 15 de enero, a las 4 de la mañana. Al otro día, una señora me regaló un plato de comida y a los dos días me regalaron para comprar mi primera bolsa de caramelos. Entonces empecé a trabajar. Me monté en mi primer autobús. Allá, en Venezuela, laboraba en construcción, instalando drywall. Pensaba que nunca iba a pasar por esto. Para todo hay una primera vez, entonces esa primera vez en el bus, estaba un poco desmoralizado, pero la gente me supo entender. Ahí me fui desenvolviendo”, recuerda.
Han pasado tres meses ya desde que Brayan pisó suelo cartagenero y ahora está frente un semáforo en la rotonda del Mercado de Bazurto, hasta donde la vida lo ha llevado. Se tapa del sol con una chompa gris manga larga, gorra y gafas, que ocultan completamente sus ojos agotados. En una mano tiene una pañoleta húmeda y en la otra un atomizador con agua de desinfectante. Con eso se ‘rebusca’ informalmente unos pesos. Con eso sobrevive solo, lejos de casa.
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El semáforo cambia a rojo. “No chico, no me limpies nada, ahora no tengo reales, yo también soy de allá, ¡vale! Era de los ricos y ahora… mira”, le grita un motorizado a Brayan y a sus amigos. No sé bien si habla en tono de burla, pues termina la frase riéndose.
Entonces, Brayan, de 26 años, ignora las palabras, él solo le saca el jugo a los segundos de la luz roja del semáforo. Atomiza agua con desinfectante blanco sobre el chasís de esa y otras motos, llenas de capas de hollín, y hace el resto con el trapo que tiene en la mano derecha. Limpia hasta los cascos de los motorizados.
La luz cambia a verde y el motociclista que se dice venezolano arranca, efectivamente, sin dejar una moneda. Otros le lanzan $100 o $200. Es la ‘recompensa’. Su sueldo menudeado.
-¿Cómo llegaste acá?, le pregunto.
-Para nadie es un secreto lo de Venezuela, vengo de allá, del Estado Zulia. Somos padres de familia a quienes la situación se puso complicada. Desde aquí ayudo a mis dos hijos, a mi esposa y a mi madre. Ellas no estuvieron de acuerdo con el viaje, me advirtieron que iba a pasar por este tipo de situaciones, pero yo soy el único hombre, el cabecilla de la casa”
A lo mejor, si tuviera alma de artista, de bailarín o cantante, el ‘chamo’ estuviera en el mismo semáforo cantando, bailando o haciendo malabares con otros de sus compatriotas, pero él no sabe nada de eso, así que buscó otra cosa que hacer. Otro ‘rebusque’.
“Ya hay muchos compatriotas venezolanos vendiendo dulces y limpiando vidrios. Un día yo estaba por La Castellana con otros compañeros de Valencia. De repente se pararon unas motos, yo vi unos trapos tirados en el suelo y los cogí, comencé a limpiar motos, vi que resultó y seguí. Nos tocó ponernos a limpiar motos en semáforos, la gente nos dice que esto es nuevo aquí, que qué bueno ganarse las monedas de esta forma, la gente se echa a reír y todo”.
Pero no es un chiste. Hay que estar muy necesitado para ‘inventarse’ una nueva forma de ‘rebusque’ dentro del mismo ‘rebusque’. “Me estoy ganando aquí máximo 22 mil pesos al día, desde temprano y hasta las 9 de la noche. Pago 10 mil en la residencia donde duermo en La María y lo otro lo guardo para enviarlo a Venezuela. Aunque allá eso a ellos no les alcanza mucho”.
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-Yo limpio pisos, barro, pinto, hago lo que sea, manito. Ayúdame ahí con algo- Me dice otro coterráneo de Brayan, en el semáforo.
“Allá, por La Castallana, tuvimos un problema con la Policía, que no nos deja trabajar. Tuvimos que venirnos para acá”, explica el mismo Brayan. Y es que en esta rotonda, la de Bazurto, abundan los venezolanos que trabajan informalmente.
“En principio éramos como 20, pero nos dividimos porque así no ganábamos nada. Ahora quedamos diez, somos siete limpiavidrios y tres limpiamotos”, dice Luis Francisco Flórez Piña, técnico en celulares.
Él llegó a Cartagena desde Barquisimeto (Estado Lara), con esposa y tres hijos. Viven en una casa donde hay otros venezolanos arrendados. Pagan por noche. “Lo importante es buscar el dinero de buena manera y, bueno, seguir adelante. Antes vendía caramelos ahora limpio motos, limpio todas las que puedo y quienes quieren me ayudan con una moneda”, sostiene y, ahí mismo, me presenta a Cristian Parra Jaime, el otro limpiamotos.
Es un administrador de empresas frustrado. “Soy de Petare (Caracas). Estudié administración de empresas, estoy hace cuatros meses en Cartagena. Allá, en Caracas, alcancé a hacer mis prácticas en la Universidad Santa María, iba a entrar a trabajar en el Ministerio de Finanzas, pero allá te obligan a que tienes que asistir a manifestaciones del Gobierno y a firmar listas. Eso estaba en contra de mis principios”, dice.
Entre aquel grupo de venezolanos que frecuenta la rotonda de Bazurto, a Edwar Querales se le nota inquieto. Se mueve de un lado al otro, en la estrechés del andén. Pregunta que para qué es la entrevista. Se le nota que quiere hablarme. Tal vez desahogarse un poco.
-¿Qué te pasó?
- “Yo llegué solo. Estoy solo... y es difícil. No pensé en terminar en Cartagena. Viajé a Cúcuta, pero allá la cosa está mucho más apretada y me vine para acá”, me dice. Hace ocho meses ya. Diciembre fue el más duro de todos, pensó en devolverse. Pero, como tantos otros venezolanos, él es el sustento de quienes allá lo esperan. “Mi familia tuvo un accidente en un carro en Yaritagua, Yaracuy. Mi esposa, mis hijos, mi mamá y mi padrastro salieron heridos, tuve que quedarme acá para mandar dinero. He tenido problemas aquí, porque hay quienes se disputan el puesto para trabajar, el otro día intentaron apuñalarme. La Policía se ha llevado algunos detenidos”, afirma.
La de los limpiadores de motos es una fiel fotografía de una cruda realidad, de cómo, en medio de las adversidades, también florecen las ganas de sobrevivir, de cualquier modo, de cualquier forma.
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