Una cortesana arroja una sombra. Parece que mira la arquitectura de una palabra y su pensamiento se traduce palpable. La misma mujer o su proyección se superpone entre un rostro oculto de un niño de espalda desnuda. Lo mira con gesto contemplativo y entre lo uno y lo otro aparecen destellos de pintura que invitan a soñar con nubes o vapores. La representación se funde en lo abstracto y en recortes de periódico.
Asistir a un cuadro de Nelly Del Río de Fernández es como entrar a un territorio surrealista en donde la suma de las no definiciones es la mejor definición. Su obra se manifiesta en una alianza entre la pintura y la danza de las artes plásticas. Aproximarse a sus creaciones es un ejercicio donde prima el misterio y la curiosidad.
“Me gusta mucho la obra que habla de la parte humana, de los logros. Sí se pueden alcanzar cosas. En mi obra hay de pronto personajes que van corriendo hacia una luz, porque siempre vamos a tener situaciones difíciles y oscuras, pero hay luces al final. En esencia, eso es lo que yo busco”.
Para alcanzar esos niveles de expresión Nelly se nutre de diferentes técnicas que tienen como finalidad huir de arte que solo habla del ego, para entrar en el arte que sirve para sanar. “Utilizo mucho el acrílico y el collage. Por ello recurro a revistas y periódicos y me apropio de algunas figuras y frases que me dicen mucho internamente y las dispongo en un contexto muy personal”. Su universo informe también se configura en una experiencia en la que giran el dibujo a mano alzada, los números y las fechas. “Un espectador puede hacer miles de interpretaciones”.
Sanar consiste en llegar a uno mismo, llegar a la belleza. Por eso, la pintora cartagenera no sintió más que alegría cuando una de sus amigas, tras contemplar su cuadro ‘Hermandad’, le contaba con sorpresiva tenacidad que veía claramente a sus hijas y a su esposo y como todo ello se fundía en una especie de transición familiar propia.
En blanco y negro
El recuerdo más antiguo que podría explicar su relación con la pintura despunta a los cinco o seis años de edad. Mientras miraba las revistas Vanidades, en donde se publicaban las novelas de Corín Tellado, aparecían también unos personajes en blanco y negro cuyos ojos rompían la monocromía. “Los ojos eran verdes o azules y yo quería pintar ese efecto con lápices. Y ahí empecé. Esa fue mi vida. En el colegio pintaba en el tablero”.
Así, en blanco y negro, casi sin darse cuenta, las revistas y sus siluetas y corporalidades fueron el viaje iniciático de esta artista que no recuerda haber jugado con muñecas. “Recuerdo perfectamente estar en el piso pintando, dibujando”. Los años escolares, si bien fueron felices, le marcaban un profundo camino hacia el arte. Las materias de las ciencias exactas le eran esquivas ¿y para qué artista no lo son?
“Cuando salí del colegio mi madre me metió en clases de pintura con una señora llamada Nora Lennon, no era cartagenera. Definitivamente eso era, era la pintura. No le veía otra”. El tiempo derivó, más adelante, en estudios de arquitectura encontrando nuevamente la pasión en el diseño, pero aburriéndose pronto en la práctica de la construcción de esos trazos. “Termino arquitectura y empiezo a asistir a Bellas Artes. Para esa época vinieron muchos pintores como Santiago Cárdenas, Juan Antonio Roda, ‘Tere’ Perdomo y el maestro Triana que vivía en Cartagena”.
Incógnita y aprendizaje
Nelly sostiene un pincel manchado de azul acuático. “La pintura es un aprendizaje permanente”. Lo dice con naturalidad viendo un lienzo blanco. Allí, al fondo, detrás de todo, advierte, hay una incógnita. “A veces da mucho miedo comenzar a pintar pero adentro vibra la esencia, te brinca la parte que a ti te encanta”.
Las paredes de su estudio, situado en una casa de la Carrera Quinta de Bocagrande, son tan blancas como el lienzo que empieza a absorber el azul. “Cuando uno se da cuenta ya está metido en la pintura. Es un deseo permanente de estar pintando y el no hacerlo puede producirte un poco de ansiedad. A mí me encanta la rutina de pintar. Hay gente que no lo entiende pero a mí me gusta mucho y me hace falta cuando salgo de la ciudad”.
Mientras va prefigurando una línea magenta me dice que los artistas deben tener tanto cuidado del éxito como de los fracasos. “El éxito podría esclavizarte porque esperas mucho de la gente y su aprobación y todo eso puede ser frustrante. Lo importante es sentirse satisfecho, a un nivel muy personal, con lo que se hace. A mí me sucede al momento de terminar un cuadro”. El tono, su frecuencia y hablar pausado parece acompasada con la música instrumental que emite una grabadora en una de las esquinas del taller. “Trato de no oír música con letra porque me desconcentro”.
Antes pintaba hasta muy entrada la noche, pero siempre resultaba un poco exaltada por el arrebato creativo y no podía dormir. Ahora lo hace en cualquier momento del día. Elige cuidadosamente la figura humana que le ayudará a crear el espacio. Su pintura evoluciona. Lo tiene claro: lo único constante es el cambio y la experimentación artística crece como una planta.
“Por ejemplo este cuadro (su dedo señala una obra de amarillo cenizo) me gusta muchísimo porque le meto dibujo. Hay cosas dibujadas por mí y cosas que pego y luego arranco para darle efectos interesantísimos. También tiene la palabra ‘Hoy’ que significa muchas circunstancias. Aquí hay un espacio de una relación”.
Cuando le pregunto si ha logrado sanarse a sí misma con alguna obra me ofrece una mirada sostenida y cálida que antecede a una afirmación rotunda. “Toda persona puede aprovechar un obra en una sala que le brinde paz y le hable de tranquilidad. Si hay un tema de mucho dolor, trato de darle una armonía que lo haga estéticamente agradable. Eso es lo que quiero expresar en mis obras, que te lleguen al alma”.
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