Por Sofía Flórez Mendoza
Eso de que “Cali es Cali y lo demás es loma” carece de verdad, o al menos eso me hace sentir Harry, pues en una loma es donde está la primera comuna de la ciudad: allá, entre el Cerro de las Tres Cruces y el Cristo Redentor está Terrón Colorado, donde creció, la misma de color rojizo que recuerda mientras dibuja, la misma que hace poco más de cuatro años lo vio partir -- como muchas otras veces.
“Yo soy de Cali, Santiago de Cali, caleño; caleño, nacido y criado allá”, me dice recalcando, como tratando de sacarme de la duda a la fuerza. Aunque su acento, tan característico del Valle del Cauca, le había ganado la carrera y delató su origen mucho antes de hablar a fondo.
Harry Biojó Molina nació el 5 de enero de 1985. Es el segundo de los cuatro hijos que surgieron de la unión entre los tumaqueños Ronald Biojó y Sara Angélica Molina. Desde que tiene uso de razón, su vida ha estado ligada al arte: a sus 33 años muchas cosas han cambiado para él, excepto esa, pues el arte se ha convertido en su sustento y razón de ser.
El arte de Harry, el “arte real”, como lo promociona cada vez que un turista se acerca a los sombreros pintados con coloridos motivos, es algo que ha cultivado desde niño. “Siempre me gustó el arte, dibujaba muchos animes, cuerpos, paisajes, y vendía dibujos en el colegio. Yo dibujaba para los de 11 y para las universidades también hacía carteleras, y así fui despertando ese amor por el arte”, recuerda. Sus manos se toman menos de 20 minutos para terminar la guacamaya que pinta en uno de los sombreros.
Fue en noviembre del 2013 cuando tomó la radical decisión de venir a Cartagena, haciéndole caso a sus instintos, esos que le pedían a gritos que persiguiera su verdadera vocación, que dedicara su vida al arte. Entonces, la inspiración se hizo incontenible. Desde esa época ha subsistido gracias a su arte. Comenzó dibujando rostros, cuerpos, pintando murales, y desde hace un año plasma sus obras en sombreros y, aunque muchas veces no vende tanto como quiere, se lleva la satisfacción de haber agradado a muchos.
“Lo que más me gusta es cuando la gente me dice: ‘¡Ay, qué lindos!’, eso es para mí como los aplausos para el músico. Eso me motiva a hacer más cosas, me recuerda a la infancia, cuando me motivaban en mi casa”.
Y es que la infancia marcó un antes y después en la vida Harry, ahora él se quita los lentes de sol que lleva puestos y se lava la cara con agua de manzanilla. Retoma el aliento, y me cuenta cómo fueron aquellos tiempos, no sin antes advertirme que no le gusta hablar de eso. Entonces, su mente se traslada al fatídico 13 de febrero de 1997.
Estaba lejos de su ciudad, vivía en Cúcuta, donde su papá tenía una tienda que abría todas las mañanas luego de ir al mercado, la misma que ese 13 de febrero se disponía a abrir. Pero entonces, cuando el reloj marcaba las 9:15 a. m., sonaron cuatro balazos que acabaron con la vida de Donald Biojó y, sin duda alguna, con parte de la de Harry.
“Estaba yo jugando en un tanque de agua que nos ponían a lavar, pero yo siempre jugaba primero, entonces mi mamá llegó donde mí llorando y me dijo: ‘¡Harry Harry, mataron a Donald!’. Ese día cambió mi vida porque vine a ver la realidad, vine a ver que lo que pasaba en televisión también me podía pasar a mí”.
El padre de Harry no solo velaba por el bienestar de su familia, también lo hacía por todos los que necesitaban. Alcanzó a convertirse en el líder político de su comunidad, todos lo querían; hasta el día que denunció malos manejos de dinero. Entonces a algunos les pareció un estorbo y decidieron que lo mejor era sacarlo del camino, y así fue. Esa mañana, un grupo disidente del M-19 cambió el rumbo de la familia Biojó Molina. Ellos no tuvieron más opción que volver a Terrón Colorado.
Con 12 años, Harry estaba de vuelta en Cali. Regresó a aquella casa que su abuelo adquirió en un trueque. Vivía entonces con varios familiares, entre ellos sus abuelos, los tíos y los primos. Fue testigo de las batallas de su madre por brindar un mejor futuro a sus hijos a punta de cocadas y obleas.
Harry recuerda orgulloso que a sus 8 años dibujó su primer rostro, era el de su madre. “Esa vez todos se sorprendieron y me felicitaron”. Sus padres aseguraban que su “morocho” sería algún día un gran artista. Y luego ya no eran solo rostros, también eran animales, cuerpos y cualquier cosa que se le ocurriera.
Gracias al ejemplo de su madre forjó un espíritu trabajador, por lo cual su adolescencia transcurrió entre la escuela, vender cocadas y obleas y, por supuesto, el arte. Aquí, Tyron, un amigo de la adolescencia, jugó un papel fundamental: en la avenida sexta de Cali, en el taller Submarino Amarillo, Tyron no solo le enseñó a Harry a usar los pinceles, le dio una lección para toda la vida: “No debes tener un estereotipo fijo en cuanto a colores y formas, el arte es algo que tú quieras plasmar y nadie puede decir que no debe ser así, ese es tu arte”.
Pero el rencor estaba haciendo estragos en su vida, al acabar la escuela se enlistó en la Fuerza Aérea. Quiso vengar la muerte de su padre, pero las palabras de Tyron siguieron en su mente, y luego de año y medio de servicio volvió a Terrón Colorado. Se encontró con las mismas realidades que absorbían al barrio, los mismos pelmazos malgastando su vida en vicios y excesos. Harry se alejó otra vez.
Bogotá, Cúcuta, Venezuela, fueron algunos de sus destinos, y aunque nunca se alejó del arte, vivió esos excesos de los que tanto había huido en Terrón Colorado: “Me di cuenta que tenía que cambiar mi estilo de vida. Si yo quería ser feliz, tenía que hacer lo que realmente me gusta, y resulta que siempre me ha gustado el mar y el arte”, y así fue como acabó Cartagena.
Tras su llegada no tenía un plan estructurado, así que las cosas no cambiaron mucho. Se dejó envolver por el ritmo de la ciudad, el turismo y la fiesta. Sin embargo, el arte lo acompañó, siendo el sustento de su vida y de sus parrandas. “Compré unos lienzos y unos óleos. Con eso me pagaba el hostal y sobrevivía, también empecé a consumir drogas y alcohol”.
Era necesario alejarse de todo. Hizo de la playa su nuevo hogar, armó una carpa debajo de un palito de uvita playera. Se sintió tan cómodo que duró dos años viviendo allí. El mar se volvió su inspiración. Desde ahí también pensaba en su madre y en cuánto anhelaba que pudiera disfrutar del mismo paisaje. Por fin estaba sintiendo que alcanzaba la libertad haciendo lo que más disfrutaba, pintando y nadando.
En esa playa surgieron grandes ideas. Pintó murales y varios cuadros que quién sabe dónde estarán. También salvó la vida de algunos que casi mueren ahogados en el mar, aunque nadie había podido salvar suya: los fantasmas de su vida pasada seguían ahí.
Entonces llegaría Vierys a darle otro sentido a sus días, un destino nuevo. Vierys, la cartagenera que lo enamoró, logró alejarlo de los días oscuros. Le brindó el hogar y el cariño que tanto extrañaba. Hoy, Harry despierta todos los días, compra sombreros en el mercado, va al Centro y se inspira para pintar con la convicción de dar lo mejor que tiene.
En sus ratos libres ya no busca los vicios, ahora se sumerge en la lectura de sus antepasados, convencido de que existe una relación con Benkos Biojó, lo dice intentando explicar su espíritu libre, y las ganas que tiene de ayudar a su gente, a su ímpetu rebelde.
“Algún día voy a recrear a través de mis dibujos la historia de Biojó, la historia de mis ancestros. Aún no he encontrado dónde nos conectamos, pero yo siento que somos la misma familia. Cuando haga eso, va a ver cómo me voy a volver famoso, cómo la gente apreciará mi arte”.
Son las 4 de la tarde, el sol se hace menos amarillo. Harry se levanta del muro donde siempre dibuja, recoge sus pinceles y pinturas en su bolso de mano, que al llenarlo parece que estuviese a punto de emprender otro viaje. En una especie de arco improvisado, amarra sus sombreros con la seguridad de que algún día su arte sanará todas las heridas de su alma, esas que todavía le duelen.
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