No es vaga la pregunta sobre por qué todavía persiste el exótico interés por correr delante de un toro, cual desquiciado que busca una manera urgente de morir.
En las tradiciones culturales de la Costa Caribe colombiana están inscritas las corralejas como una referencia de la fiesta brava en el entorno rural, como una suerte de derivación de las corridas de toros que el Caribe heredó de la colonización española. Se dice que en cerca de 200 pueblos de la región se mantienen vigentes las corralejas como plato fuerte en la celebración de fiestas patronales. Allí, queda patente ese extravagante propósito por jugarse la vida frente a un toro en el ruedo, en medio del aplauso y la algarabía de un público emocionado. Asumiendo el rol de mantero, garrochero, banderillero o de paragüero, decenas de valientes deciden enfrentar al toro de turno por uno que otro billete ofrecido desde el público, o por la razón quizás más importante para los temerarios: porque simplemente lo disfrutan.
El pasado fin de semana terminaron las fiestas de San Fermín, en Pamplona, España. Son consideradas como una de las festividades más famosas del mundo y en ellas también se respira ese enigmático disfrute del humano al insistir en ponerse al nivel del animal, como ocurre en nuestro Caribe.
Los Sanfermines parten de una celebración religiosa para honrar al patrón de Navarra (comunidad autónoma de la que Pamplona es capital), pero la relación entre el hombre y el toro tiene el protagonismo en el festejo mundano. Son los encierros los actos que mayor interés suscitan y por los que muchos llegan a Pamplona para participar en por lo menos uno de los ocho que se realizan durante toda la fiesta. Consisten en correr delante de seis toros de lidia y seis mansos, que son sus bueyes, por un trayecto de casi 850 metros, en el centro histórico de la ciudad.
Es una carrera multitudinaria en la que por día participa una media de más de 1.700 personas, de acuerdo a las estadísticas de este año del Ayuntamiento de Pamplona. También es altamente peligrosa por la cercanía a los animales que los participantes deben afrontar en el recorrido, que transcurre durante poco más de 2 minutos por estrechas calles y espacios reducidos abarrotados de gente.
Las corralejas caribeñas y los encierros ibéricos tienen lugar en diferentes latitudes, pero comparten como escenario uno en el que se desafía el peligro por placer, en el que el hombre se envalentona como nunca lo hace en su vida normal y en el que reta a la vida por instantes. Podríamos atrevernos a decir que el legado español en las corralejas está mucho más presente por parte de los encierros que por las tradicionales corridas de toros. Y puede que así sea, si se tiene en cuenta el clima de incertidumbre y espontaneidad que ronda a corralejas y encierros, que dista de todo el ritualismo que acompaña una típica faena de toreo.
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Según ha recordado el historiador cartagenero Ubaldo Elles Quintana, las corralejas surgieron en las dos primeras décadas del siglo XIX, para celebrar los cumpleaños de los hacendados en las fincas ganaderas de la Costa Caribe. Luego, con el patrocinio de políticos y comerciantes, evolucionaron a fiestas patronales con las que se iniciaría la crianza de ganado cruzado apto para las corralejas. Otros estudiosos sugieren que lo más probable es que no se originaran en una población concreta sino en las grandes haciendas coloniales, en las que se construía una cerca de estacas donde los campesinos al servicio del hacendado lo divertían a él, a su familia y a sus invitados, enfrentándose a toros criados en la misma hacienda.
En el caso de los encierros, estos se establecieron como acto festivo con posterioridad al inicio de los Sanfermines. Los organizadores de estas festividades dicen que las noticias más antiguas que se conocen sobre las fiestas en honor a San Fermín datan del siglo XII, referenciando el traslado de una reliquia del santo desde Amiens (Francia) hasta Pamplona, hecho que contribuyó a extender la devoción a San Fermín entre los habitantes de la ciudad.
De acuerdo a historiadores navarros, fue a partir del siglo XIV que el encierro, que era una faena de trabajo para llevar los toros desde las haciendas a las plazas de toros, se concibió como una actividad propia de las festividades, en la que la manada de toros de lidia era dirigida por pastores y jinetes desde sus corrales hasta la plaza de toros, para que en cada tarde de fiesta se realizara una faena. Solo hasta el siglo XVI la gente del común comenzó a unirse al recorrido y a partir del siglo XVII se convirtió en tendencia masiva correr delante de los toros.
Mientras en las corralejas se prefiere el sol de las 3 de la tarde para comenzar a capotear a los toros al ritmo de algún porro o un fandango, los encierros se realizan todas las mañanas entre el 7 y 14 de julio bajo una estricta puntualidad. Justo a las 8 a. m. se lanza un cohete anunciando la salida de los toros, pero es sobrecogedor lo que se percibe antes del momento cumbre. Se respira en el ambiente una interesante mezcla de emoción, tensión y nervios, que no solo domina a los mozos (como se les llama a los corredores), sino a toda la muchedumbre que llega temprano a buscar un buen sitio desde donde apreciar el encierro. Entre los mozos se dejan ver mujeres e incluso parejas de enamorados.
Se cuentan entre los corredores a los experimentados que año tras año acuden a la carrera, como si se tratase de un deber. También a espontáneos con ropas manchadas de vino y medio sucias, que delatan que tras pasar la noche de fiesta aguantaron hasta el amanecer para retar al encierro. Agentes policiales se pasean por el trayecto de la carrera mirando de reojo a los participantes, buscando a todo aquel que no tenga la suficiente lucidez para correr delante de los toros. También se pasean los pastores que guiarán a la manada, rodeados por el aplauso de admiración del público, así como un grupo de aseadores que limpia las calles de cualquier desecho que se pueda convertir en un estorbo para los mozos o los toros.
Los miles de mozos estiran sus extremidades, trotan o se recuestan sobre las paredes pronunciando algún tipo de mantra, cual preámbulo de última hora para ser valientes ante el inminente peligro. Cinco minutos antes de la partida, los corredores que se ponen cerca de la salida de los toros entonan un cántico frente a la imagen de San Fermín, rogándole protección para el desafío que enfrentarán. “A San Fermín pedimos, por ser nuestro patrón, nos guíe en el encierro, dándonos su bendición”, dice el estribillo que los mozos recitan en español y luego en euskera (lengua cooficial en parte de Navarra). La escena se repite tres veces.
Con el sonido del cohete salen del corral, situado en una cuesta denominada Santo Domingo, los toros de lidia guiados por los cabestros (bueyes), además de los pastores. El recorrido está dividido en seis tramos representativos, en los que se van uniendo los mozos en multitud vestidos de blanco y rojo.
El encuentro veloz de tantas personas en espacios tan angostos le aporta intensidad al momento, en el que las caídas y, en algunos casos, las cornadas se vuelven situaciones familiares. El encierro finaliza con la llegada de la multitud y la manada a la plaza de toros de Pamplona, donde los animales esperarán su turno para una nueva batalla esa misma tarde, pero de la que no tendrán retorno. Para el animal, el encierro ha de ser una ruta agitada hacia su muerte.
Pese a su peligrosidad y a la larga historia que tiene la fiesta, las muertes en los encierros de San Fermín han sido pocas: 15 personas han fallecido. La última muerte ocurrió en 2009, la víctima fue un hombre de 27 años al que un toro llamado ‘Capuchino’ le clavó un pitón (cuerno) en el cuello. Este año, fueron 42 heridos durante los ocho encierros, por lo que expertos denominaron a esta edición como una de las más “limpias” de los últimos años.
Contraria a la suerte que corren los toros de corraleja, que sobreviven al término de la jornada, ya que la finalidad de esta práctica solo está en capotearlos repetidamente hasta el cansancio, el destino del valiente que decidió enfrentarse al animal en este escenario siempre será incierto y generalmente trágico, recordando la frase habitual de los entusiastas de las corralejas, que indica que “si no hubo muerto, la corraleja estuvo mala”. Entonces habrán sido muchas corralejas “buenas”: según un informe del Centro de Estudios Políticos y Socioculturales del Caribe, entre 2010 y 2017 hubo 52 muertes en corralejas en toda Colombia.
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La relación entre encierros y corralejas se construye por sus diferencias en las formas, pero también por sus similitudes en el fondo. Allí es donde se percibe la clave básica que encuentra a una fiesta con la otra: la necesidad del valiente de sentirse vivo a través del desmedido arrojo por improvisar al desafiar a la muerte. Una contradicción entre la vida y la muerte en medio de prácticas que innegablemente agonizan en la historia.
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