Facetas


Costumbres que se van sepultando

Recuerda la profesora Everlides Contreras que hace muchos años un vecino suyo, llamado Adolfo, “guardaba con mucha precisión un ataúd para el momento de su muerte”. Esa era la costumbre en Marialabaja y en muchos otros pueblos de la Costa Caribe, donde los más adultos mandaban a hacer su propio féretro y lo guardaban en el zarzo (desván) de la casa cuando creían que sus días estaban contados.

Era muy común también que ese cajón se prestara para aquel familiar o amigo que fallecía sin estar “preparado”, con la única condición de reponerlo con las mismas características en el menor tiempo posible. Adolfo hizo ese favor varias veces y resulta que en una de esas la muerte lo sorprendió y “tuvieron que hacerle uno corriendo”. Dice Everlides que desde entonces la gente se rehusaba a facilitarlo a quien lo necesitara. “Eso fue un choque, porque entre nuestros abuelos había un concepto muy claro de solidaridad y ese tipo de préstamo era muy frecuente”.

En su crónica ‘La voz de las cosas perdidas’, el periodista y escritor Gustavo Tatis, cuenta que “en el antiguo zarzo de la casa de Sincé, donde nacieron y vivieron mis ancestros maternos, mi bisabuela Matilde tenía su propio ataúd como una canoa suspendida en el viento. Y cuando algún vecino se moría, ella lo prestaba con la condición de que después de los funerales, se lo repusieran con la misma calidad de la madera y lo dejaran en el mismo sitio”, donde generalmente se guardaban los trastos viejos, de los que no querían deshacerse.

Otra anécdota que se cuenta en Marialabaja, “que tiende un poco más a la mitología”, advierte la docente al señalar que no existen evidencias o testimonios que confirmen la veracidad de esos relatos, es la de un anciano que mandó a hacer su cajón y lo montó en el zarzo, precisamente encima de su cama. Pasaron varios años y fueron muchas las ocasiones que le tocó prestarlo, hasta que un día lo dejaron mal puesto, le cayó encima y terminó matándolo.

Olga Padilla Salas, de 69 años, narra que desde niña se acostumbró a ver los cajones entre los techos. “No nos daba miedo, al contrario, cuando se morían los viejitos uno se alegraba porque se iba para los velorios a pasar la noche y le daban a uno que si la caña, la cocada y muchas cosas... Tuve una tía que lo prestó como tres veces, estando enferma, y cada vez que eso pasaba se curaba, hasta que murió a sus 85 años. Yo creo que antes la gente duraba más por eso (por tener el féretro en su casa), en cambio ahora no. Ahora los más viejos enterramos a los más jóvenes”.

Un ritual para la muerte
En esa caja fúnebre no solo se sepultaba el cuerpo del difunto, allí también se iban sus objetos personales. “Allí le metían toda su ropa, sus almohadas, sus cubiertos… Y otro aspecto importante es que la gente no solo compraba su cajón, sino que también preparaba su ajuar para su mortuoria. Las señoras guardaban un vestido blanco y una cinta de amarre para la cara, dentro de una bolsa, en el ataúd”, asegura Everlides. En otras poblaciones, esos vestidos los mantenían muy bien planchados dentro de un escaparate. Cada cierto tiempo los lavaban para librarlos de la polilla y los guardaban nuevamente.

“Era algo sagrado, que nadie tocaba. Aquí, en Marialabaja, por ejemplo, murió hace poco una señora que tenía su indumentaria guardada, pero cuando murió ya no le quedaba bien, así que le tuvieron que hacer una nueva y su hija guardó la anterior para ella, para utilizarla el día de su muerte... Entonces todavía hay aspectos interesantes que van pasando de generación en generación y es posible que esa señora también enseñe a sus hijos a guardar respeto y consideración a la muerte, y a considerarla como un aspecto importante de la vida. Todas estas costumbres permitían que la gente se preparara para ese tipo de eventos”, agrega.

Justo a la medida
En estos pueblos, ante la ausencia de funerarias y sitios dedicados a vender cajas mortuorias, la gente encargaba su ataúd al mismo carpintero que hacía los taburetes, las camas, las mesas. No eran tan bien acabados como los de ahora, eran más bien rústicos, justo a la medida de cada quien, con un espacio adicional para algunos objetos.

Efraín Cepeda González, de 74 años, relata que siempre vivió en el campo y “allá la gente sembrara árboles de caoba para construir los cajones. No se iba donde ningún carpintero”.

“Ya esa tradición de mandar a hacer los féretros no se conserva. Hasta hace como unos 10 años sí era posible que en algunas casas todavía consiguieras algún cajón en el zarzo, pero ya no”, afirma la profesora Everlides.

El filósofo Numas Armando Gil Olivera, explica que esa fue una costumbre de nuestros pueblos entre los siglos XIX y XX, sobre todo a principios del XX, donde no existía la electricidad, ni había ningún adelanto científico sino apenas las condiciones necesarias de subsistencia. “Es posible que en veredas donde todavía no han llegado las carreteras, por ejemplo, conserven la costumbre de mantener sus cajones en las casas o donde entierren a sus muertos como lo hacían antes… Todo lo que es el concepto de modernidad, de ‘progreso’, ha ido acabando con todas las costumbres de nuestros pueblos”.

Gil Olivera cita la canción ‘San Jacinto’, de Adolfo Pacheco, que habla sobre los velorios, esas nueve noches de rezos en favor de los difuntos, donde la gente iba, además, a echar cuentos, a tomar tinto, y a comer galletas Saltinas. “Todo eso se ha perdido, lo han absorbido las famosas casas funerarias que están en la ciudad y que están llegando ya a las poblaciones más grandes. Un pensador como Guillermo Federico Hegel, dice que el desarrollo va abriendo el camino, y a medida que va avanzando lo va dejando limpio con florecillas muertas. Ese es el progreso, que a medida que va avanzando la sociedad, con sus grandes avances científico-técnicos, al lado del camino va dejando flores muertas, que son la gente con sus costumbres, con sus hechos cotidianos que ya no vuelven más”.

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