Facetas


Alicia Tous viste al prójimo

JOHANA CORRALES

25 de octubre de 2015 12:00 AM

-Aliciaaaaaaaaaa, grito a todo pulmón, al saber que tiene 94 años. Nadie se asoma.

Toco la puerta de su hermosa casona en el Centro Histórico hasta que los nudillos comienzan a dolerme. Nadie responde.

Insisto e insisto hasta que comienzan a llegar varias personas a preguntar lo evidente:

-¿Buscas a Ali?

“Qué abuela tan popular”, pienso.

Ahora, conmigo, somos tres gritando y tocando la puerta. Al rato, sale de la casa vecina un obrero, negro y robusto, que nos hace a un lado y le da un golpe seco, que vale por todos.

Desde el balcón se asoma algo así como un ángel disfrazado de abuela de 94 años, quien lanza una cuerda, larga y amarilla, que sostiene una llave.

Ya adentro se nota que la casa está en remodelación. Hay telas y moldes regados por todo el lugar. En el segundo piso, donde nos espera, se exhiben cualquier cantidad de vestidos y ropita para bebés. Todos, impecablemente empacados, en unas bolsas de lo más bonitas. La sala parece una gran boutique, pero sin clientes.

Alicia Tous lleva 70 años vistiendo al pobre y al que no tiene para comer; al que nació sin privilegios... ¿Y sabe por qué? Porque ve en ellos el rostro de Dios.

Se consagró al Corazón de Jesús a los 12 años. Ella sí es una verdadera apóstol, porque con el perdón de los feligreses, pero es inevitable que uno vea a un grupo de señoras de alguna congregación de la iglesia, de esas que se hacen en las primeras bancas, de las que van a misa a diario y ayudan al padre en lo más mínimo, y piense que son chismosas, que se dan golpes de pecho todo el día y hablan del prójimo.

-¿Te tomas un whisky?-me pregunta.

Es la primera vez que una abuelita, y además católica, me ofrece un trago a las 9 de la mañana. Alicia es bastante open mind para su edad. Está por cumplir años (el 22 de noviembre) y ya tiene el trago que va a repartir a sus invitados. Por favor, no todos los días se cumplen 95 años, y se tiene la convicción de que se llegará sano a los 100 y más.

Ali, como la llaman sus amigos, tiene el cabello tan blanco y suave que se confunde con una mota de algodón. No se ríe, sonríe (no se acuerda dónde dejó el puente dental hoy). Uno la lee mejor con los gestos, que con las palabras. Tiene la encantadora manía de contar sus simples anécdotas como aventuras sacadas de algún cómic o historieta. Y es la única a quien el taxi la deja en la puerta de su casa, en la Calle Baloco, esté o no esté cerrado el paso vehicular.

“Ahora resulta que el Centro lo cierran. No señor, este vejestorio no puede caminar todo eso. Esta calle es mía. Llevo 94 años viviendo aquí”.

Nació en un hogar profundamente conservador. Sus papás la hacían ir a misa todos los días. Después la pusieron a estudiar en el colegio Biffi (cuando eso, quedaba en la Calle de la Media Luna) y allá las monjas también la obligaban a asistir a diario a la eucaristía. A veces se escapaba de clases, no para hacer algo malo, sino para escuchar otros sermones como los que daban los sacerdotes de Santo Domingo, San Pedro y La Catedral. Es tan genuina que para ella eso era una travesura.

Una vez, estando en misa, un sacerdote le dijo que quería fundar el Apostolado de la oración y de vestir al desnudo, que invitara algunas conocidas. Ali llevó a ocho de sus mejores amigas.

-Es una obra social y espiritual para que la persona conozca a Jesús. Porque lo que no se conoce...

-No se puede amar- me apresuro a contestar.

-Correcto, y me aplaude.

Después de 70 años como presidente del apostolado, acaba de renunciar a su cargo. Solo queda una de sus amigas vivas, las otras 7 murieron de vejez, y no conoce a nadie que se quiera vincular realmente con la causa.

“Si yo tuviera un grupo de amigos que fueran apóstoles, pero de los verdaderos, podríamos hacer más cosas. Pero aman a los pobres de aquí pa' afuera (se toca la boca); de aquí pa' adentro, es otra cosa. Ya yo estoy vieja pa' tanta cosa”.
 
El costurero de los pobres
 
Su hermana era realmente quien sabía coser. Pero cuando murió, a ella le tocó seguir con la tradición de vestir al desnudo. Le costó muchísimo aprender. Eso de las habilidades femeninas no son lo suyo.

Por esa misma razón --asegura-- no se casó: se considera un ama de casa terrible.

“No me casé, porque me iban a devolver. Nunca aprendí a cocinar, y en aquella época era importante eso. Yo sí tenía mis pretendientes. Pero se iban a encartar conmigo. Le hice un favor a mi marido”.

Alicia es la única que tiene servicio a domicilio en la mayoría de los restaurantes del Centro. Siempre le mandan el desayuno, el almuerzo y la cena a su casa. Está más dispuesta a coser 100 trajes, que a hacerse un café.

Como nunca se casó, ni tuvo hijos, se dedicó de lleno a servir a los demás. Al costurero llegaban pacas de ropas con pequeños defectos que, después de pasar por el costurero, quedaban perfectas. Algo más, cada prenda la lava a mano, la plancha, la envuelve en un papel especial y luego la mete en unas bolsas transparentes que dan la apariencia de que es ropa nueva.

Si se encuentra a algún conocido en la calle, lo encarta con unos moldes de vestidos o pantalones para que los mande a hacer con alguna modista.

Tiene que intentar reunir por lo menos 1.000 prendas en excelente estado para repartir entre las distintas zonas vulnerables que visitan.

“Hago 100 almohaditas, 100 vestiditos, 100 pantaloncitos y así hasta que reunimos en total 1.000 prendas. Alquilamos un bus y nos vamos para Santa Ana, Santa Rosa, Palenque, Arroyo Hondo y tantos otros que no me acuerdo”.

Cuando me está contando sus aventuras entregando la ropa, me mira extrañada y me pregunta:

-¿Para qué es que te estoy diciendo todo esto?
-Porque voy hacerle una nota en el periódico.
-¡Ay, no! No vayas a decir que eso sale de mi bolsillo- y se agarra los cabellos blancos.

Alicia entiende el verdadero sentido de dar. Dar no es tomarse un selfie alimentando al hambriento. Dar no es publicar en las redes sociales lo que se está haciendo por los desamparados. Dar no es lucrarse con quienes nacieron sin privilegios económicos. Dar no es buscar reconocimientos, ni aplausos por ayudar.

Pero dar sí es un estilo de vida, sí es servir en silencio, sí es donar de lo que se tiene y no de lo que sobra.

“Cuando yo estoy remendando un vestido o poniéndole un parche a un pantaloncito (se le entrecorta la voz), veo el rostro de Dios. Yo lo he visto en los niños, lo he visto en los ancianos. Yo no sé cómo explicarte lo que siento. Pero se parece a la felicidad”, me dice y se inunda de lágrimas.

Los ángeles sí existen y a veces se disfrazan de una ocurrente abuela de 94 años.

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