Facetas


Adelgazar por puro amor

LAURA ANAYA GARRIDO

03 de diciembre de 2017 12:00 AM

Él pesaba 195 kilos, yo 55. Nos enamoramos una noche en una discoteca.

Recuerdo que fui con unas primas y ahí estaba él, sentado en una silla, rodeado de sus amigos. No había mesa para nosotros y ellos nos invitaron a la suya. Hablamos, bailamos, supe que se llamaba Arlinson, me dio su número y le di el mío. La próxima vez no salimos solas, fuimos con los chicos y comencé a hablar más y más con Arlinson, nos cuadramos el 26 de agosto de 2008.

Yo vivía con mi abuela y unas tías, les dije que estaba saliendo con alguien gordo, muy gordo. Fui prudente y no quise llevarlo a la casa, quizás le hacían el feo. Me daba miedo escuchar: ¿Te vas a meter con ese man obeso?

Una vez salí a hacer un mandado con mi abuela y había un señor gordo sentado en una puerta, le dije: “así, más o menos, está el muchacho con el que estoy saliendo”, y ella se quiso morir… ¡Cómo se te ocurre! -me dijo- y repetía que jamás lo aceptaría. Mejor que no fuera a la casa, en cambio yo iba a la suya por las noches, y siempre comíamos comida chatarra. Así empezó todo.

No lo dejé y un año después nos fuimos a vivir juntos. Seguimos siendo clientes fieles de los negocios de comidas rápidas, fumábamos, veíamos mucha televisión y, en las noches, cada uno se comía tres plátanos con media libra de carne… Y no podía faltar el litro de gaseosa.

Yo de repente me miré al espejo y pensé: estoy aumentando de peso, pero con dieta bajaré. Él parecía tan tranquilo: nunca se sintió señalado o mal por ser obeso, yo a veces le decía: mi amor, así estamos bien… ¡Mentira! Nadie obeso está bien, nadie. Esas son cosas que te dices para consolarte cuando ya el problema se salió de tus manos. Intenté mil dietas, pero la voluntad apenas me duraba una semana y cuando sentía morir por una hamburguesa, me llenaba de comida hasta no poder más. Me puse balines (parches en las orejas), pero eso no sirve, tomé pastillas para controlar la ansiedad y sí funcionaron, bajé de peso, pero cuando terminó el tratamiento la ansiedad volvió triplicada. Ya no bastaba una hamburguesa, sino dos o tres.

Mido 1,55 metros, pesaba 55 kilos y en tres años aumenté más del doble de mi peso. Antes de quedar embarazada, pesaba 112 kilos, pero cuando parí llegué a pesar 124. Tenía un problema que ni siquiera le confesaba a Arlinson: me sentía señalada, observada, me dolía todo… Cuando nació mi bebé, le dije a mi mamá que no quería que él heredara mis miedos (siempre me dio pánico dormir sola) y que por eso desde el primer día de su vida dormiría solo en su cama… ¡Mentira! No quería decir que me daba pánico dormir con él, porque con un pequeño movimiento podía ahogarlo.

Recuerdo que cuando estábamos en la ‘plenitud de la gordura’ no podía tender la cama sin agitarme, ni siquiera podía amarrar los cordones de mis zapatos, ¡Dios mío! Caminaba media cuadra y tenía que descansar, porque sentía que me moría. Vivía con pánico a sufrir un infarto, no me podía bañar bien, era imposible lavarme los pies. La gente me decía: ¿por qué te engordaste tanto? ¿Hasta dónde vas a llegar, muchacha? Yo misma entraba al baño y me miraba al espejo, veía que nada me quedaba bien y lloraba. La gente hace que uno pierda la autoestima por completo, en el trabajo, por ejemplo, me decían que si seguía así iba a flotar, que si me caía rodaba. No tenía ganas de hacer nada, levantarme todas las mañanas era un desafío, no quería trabajar y pasear era otro reto: si íbamos a salir a comer, debíamos pensar en un restaurante con sillas grandes y fuertes, donde las mesas y las sillas no estuvieran fijas.

Me dolía el alma, la cabeza, la cintura, la espalda y los pies, ¡ay, los pies! Era como si miles de hormigas estuviesen siempre picándome, y no encontraba sandalias de mi talla (35) para pies tan gordos. Era talla 26 en jeans y 2XL en suéters, y ya era casi imposible conseguir ropa para mí.

Me daba pánico operarme -para reducir el estómago-, porque escuchaba cuentos como “la hija de una amiga se operó y no quedó bien, una vecina se operó y murió”, no parecía haber salida.
Un día fuimos a la zona de comidas de La Castellana y mi esposo no pudo sentarse en ninguna silla, no cabía. Otro día el médico le dijo a mi esposo que la obesidad no lo iba a dejar jugar con su hijo. Me puse a pensar qué iba a pasar cuando mi hijo creciera y sus amiguitos de colegio se burlaran de mí por gorda. Curiosamente, poco después Arlinson y yo estábamos sentados en la terraza de la casa y se detuvo un carro. Un muchacho bajó el vidrio y saludó a mi esposo, pero nosotros no lo reconocimos.

¿No me conocen? Soy John -dijo- y nos quedamos con la boca abierta porque él fue obeso y estaba flaquísimo. “Yo me operé, marica, qué esperan, opérense”, dijo. Ese día Arlinson decidió que entraría al quirófano, pero a mí me seguía dando miedo.

Él se operó a mediados de 2015 y en tres meses vi un cambio tan grande que me animé. No sabía si me iba a morir, pero quería intentarlo y el 23 de junio de 2016 me redujeron el 80 por ciento del estómago. Fui la mujer más feliz del mundo cuando entré en una camiseta talla XS y ya no me como tres plátanos, sino unas cuantas cucharadas de arroz. Él pesa 90 kilos y yo 52. Ya no me duelen los pies, ni el alma.

Más pesados En noviembre pasado se revelaron los resultados de la Encuesta de Situación Nutricional de Colombia (Ensin) 2015, y es preocupante. El estudio concluyó que los colombianos están menos desnutridos, pero mucho más pesados, con obesidad y sobrepeso. No es un problema para menospreciar, sino una amenaza a la salud pública.

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