Revista dominical


¿Por qué en este pueblo no nieva?

JASSIR ELJACH

28 de julio de 2013 12:01 AM

La mañana amenazaba con ser igual que todas las anteriores. Por esa misma maroma de la naturaleza, el viejo Cecilio se volvió a levantar temprano. Siempre es el calor. Parece ser que en el pueblo no se arremolina el frío obligado de las madrugadas de cualquier parte. Y eso que el sol aún no se asoma. El viejo se sienta en el borde de la cama y apaga el abanico. “Más es la bulla que lo que sopla”. El sonido del botón del aparato hace que se despierte un poco más. El sobresalto le hace caer en la cuenta que sobre la mesa de noche le sonríe la dentadura postiza boyando en el vaso de agua. No la necesita a esta hora. El café con leche no se mastica.
Cecilio agarra la toalla que está enganchada en un clavo en la pared. Se la acomoda en el cuello mientras mira su cama matrimonial vacía. Con todo y que dormía solo, el calor todavía le hacía sudar. Hasta la soledad es caliente en ese pueblo. No se explica cómo su mujer puede estar encerrada en el cuarto de al lado por más de tres semanas juntas. Después de catorce hijos bien hechos y cincuenta y dos años de potestad en media cama, ya el amor de cerca causa fastidio.
Cuando iba abrir la puerta del patio, el chillido del cerrojo le hizo arrugar la cara. “Aquí lo que no suena es porque no sirve” dijo en tono grave para sí mismo antes de esconder los labios en señal de forcejeo con la falta de grasa del cerrojo. Siempre tenía la mala costumbre de hablar solo, que viene siendo lo mismo a pensar en voz alta. Esas mañas nunca vienen solas. Ahora como está medio sordo ha perdido toda discreción en sus palabras, cree que nadie lo escucha. Se imagina que el mundo que es testigo de su decrepitud va envejeciendo a su ritmo y entonces si él oye murmullos, los demás también.
En el patio enciende la estufa de gas propano y monta la olla de leche. Mientras tanto recorre el patio pegado a la paredilla en busca de culebras. Lo hace inclinado, cauteloso y mirando para abajo. Como cazando conejos. Mete la mano en los helechos y surca la tierra con los pies para ver si algo sale. Nada. Lo dicho. Son ideas de ella.
Por los días en que no se había encerrado y se paseaba por toda la casa, la mujer de Cecilio dijo que en el patio había culebras. Él escuchó las palabras apolilladas por la sordera. A retazos. En su cabeza las arma y las que no oye se las inventa para componer la frase como más le convenga. No había duda. Ella había dicho culebras.
- Pero si este patio no es de culebras.
- A mí no me trates de embustera que yo no gusto de la mentira. Cuando yo diga una cosa es porque así es.
- Yo no digo que seas embustera. Lo que digo es que estás loca.
Cecilio nada más sintió el chancletazo que le acertó en la espalda su esposa que ahora era una aleación de indignación y cólera ciega. Él corría por todo el patio mientras su mujer le tiraba el pocillo que todavía tenía dos tragos de café con leche; un plato y hasta mangos que encontraba en el suelo. Cecilio dio gracias a Dios que esa fiera no tuviera fuerzas para alzar la nevera.
A partir de esa pelea de viejos no se volvieron a hablar. Seguían durmiendo juntos por la fuerza del tiempo y Cecilio se sintió tan culpable de haber provocado el altercado, que cada madrugada, idéntica a la de ahora, busca el foco de mano y se va para el patio a cazar las culebras, que él sabe de sobra que no existen, mientras pone a hervir la leche para el café.
Después de la inspección, que es su latigazo en la espalda, regresa a la estufa de dos puestos a bajarle la espuma a la leche. Al ojo le echa el café en polvo y el azúcar mientras revuelve con el cucharón. El café con leche le recuerda a sus hijos. Cuando estaban en el colegio a veces llevaban a la casa a algún compañero que le comentaba de lo sabroso que era el café de su papá. Por eso el Cecilio  de ese entonces se asomaba a la puerta en las tardes para ver si había visita. Dependiendo de los comensales así era la olla que montaba en la estufa y mandaba a comprar a alguno de sus tantos hijos suficiente pan y galletas de soda para la comida. Pero los hijos crecen, se casan, se van a la ciudad y la soledad hiere el pellejo. La casa se quedó sin gente y queda él, esperando la muerte mientras bebe café y su mujer sigue en su encierro de monasterio.
Cecilio se baña y se cambia para salir a la calle. Sirve un segundo pocillo de café y toca la puerta del cuarto de al lado. Sale de la casa para mantener intacto el orgullo de su mujer y pueda desayunar y bañarse sin que él la vea. El fogaje que sale del pavimento hace que Cecilio se acuerde de la primera vez que ella se acostó en la otra pieza. Fue una madrugada sudorosa en la que se había ido la luz. Él pensó que tal vez el sol salía en la noche teñido de plata porque el calor que hacía a esa hora correspondía al medio día. Estiró la mano hasta el suelo donde tenía un musengue hecho con concha de coco desflecada y se dedicó a espantarse los mosquitos. No era tanto porque le fastidiaran los bichos. Más bien lo que quería con el sonido otoñal de los golpes del musengue, era ahogar el silbido que se instala en los oídos cuando el silencio pretende ser absoluto. Cecilio quiso no darse cuenta que ella no dormía. Pero sabía que estaba mirando para el techo con expresión helada, de muerta. Chuzando con la vista la abominable oscuridad calurosa. Entonces la vio pararse de la cama con ademán desesperado, agarrando la almohada que le corresponde por matrimonio y empezó a coger el impulso que el columpio de la vejez le exige para poder ponerse de pie.
- ¡Carajo! ¿Por qué será que en este pueblo no nieva?- dice ella, quebrando tantos días de silencio, mientras busca las chancletas tanteando el piso con los pies.
Cecilio interpretó la pregunta como una luz moribunda de reconcilio que no fue suficiente para no atreverse a contradecirla una vez más.
- Hace rato que aquí nieva. Lo que pasa es que cuando quiere llegar al suelo ya está derretida la hijueputa.

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