Cuando pasé el examen de admisión en la Escuela de Cine en 1987, me encontré que la UNAM estaba convulsionada y patas arriba. Lo anterior afectó la regularidad de las clases y todo era protesta, reclamo y paro. Una situación ambigua, pues, de un lado había que resistir la arremetida neoliberalista que venía privatizando todo a su paso.
Pero, de otra parte, mi formación universitaria venía quedando un poco al garete, en especial, por ciertos profesores que no iban a clases. Allí es donde me salva la Ciudad de México. Me salva por su oferta cultural permanente de fácil acceso a cualquiera.
Pude ver la Opera Aída; asistí a un concierto del grupo inglés The Police; asistí a más de un Festival Cervantino; a Ferias Internacionales del Libro: la de la UNAM, la de la Ciudad de México, la del Metro; fui espectador de las más variadas muestras internacionales de cine y teatro; conocí exposiciones permanentes e itinerantes de importantes museos como el Nacional de Antropología; el Nacional de Historia; el de las Culturas Populares; el del Palacio Nacional, entre muchos otros.
También conocí los vestigios de las grandes culturas precolombinas; los rasgos, pistas y huellas de las manifestaciones estéticas y éticas de la grandeza de la Nueva España; y, la consecuente etapa de esfuerzos por crear la nación mexicana y su inserción a la modernidad, según un proceso lleno de contradicciones.
Y, más allá de tal oferta cultural, está la dinámica de la vida cotidiana llena de prácticas culturales que tienen que ver con la formación de la mentalidad de las personas, en especial, la cultura ciudadana. Uno aprende del entorno a través de las emociones y se conecta con las sensibilidades; de ahí que, el entorno de Cartagena en los años setenta y ochenta, sean tan cruciales para mi generación, la cual, fue muy marcada por la prensa, el cine y la radio, antes que la televisión o la internet. Una Cartagena que se sabía muy
Caribe según la vida de muelle que la caracterizaba; pues, gracias a ello, las gentes tenían oportunidad de conectarse con el mundo a través de las tripulaciones y comerciantes, según los intercambios de ideas, capitales y mercancías.
Y, también, un entorno que se afianzó con la oferta cultural del Festival Internacional de Música del Caribe, capaz de convocar y aglutinar a todos. Una Cartagena Caribe en razón de la sensibilidad y la emoción que nos hermanaba con otros pueblos del Caribe.
¿Qué aprende hoy la gente en el entorno que ofrece Cartagena y que a diario vivimos?
Una cosa es el conflicto armado, que se negocia en La Habana y otra cosa es la guerra social, que padecemos en todo momento.
Un entorno de guerra social, donde aprendemos a no dar papaya; aprendemos el perreo, exceso de perreo para mi gusto; aprendemos a disputar el espacio público; aprendemos a cogerla suave o aprendemos a azararnos; ya que, mi gente Caribe no hace nunca la escuadra. Aprendemos a hacerle el quite a la exclusión permanente.
Cada vez que tengo oportunidad de salir del país compro libros, los más que pueda. Estando en México en 2011, por ejemplo, se me acabó la plata y dejé de comprar un libro sobre cine y
posmodernidad; pero, no me preocupé porque se trataba de una editorial conocida.
En el D.F. el libro costaba 28 mil pesos colombianos; me alegré mucho cuando encontré el
mismo libro en Cartagena, pero, a un precio de 98 mil pesos.
Eso se llama exclusión, de la más brutal.
Y así es con todo en esta Cartagena, cada vez menos Caribe y más cartacachaca. Es tan importante lo que se aprende en la escuela, como lo que se aprende fuera de ella. Necesitamos
aprender a ser otro tipo de negros, otro tipo de negras; otro tipo de ciudadanos, si queremos que Cartagena sea de todos y sea Caribe.
ricardo_chica@hotmail.com
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