Revista dominical


El Salado, 12 años después

ADELA COLORADO

13 de mayo de 2012 12:01 AM

Sí hijo, el horror entró en nuestra tierra, nuestro suelo se bañó de sangre blanca y pura, mis entrañas eran comidas por el fuego, por el duro y estremecedor sonido de los tiros, por los gritos del verdugo y el gemido doloroso de la tortura rompía el aire como puñales afilados; sentía en mi cuello el aliento de la muerte, la noche fue eterna, el amanecer no daba señales de su existencia. Sentía que ya no podía respirar, mi mente ardía, los deseos y los recuerdos corrían dentro de mi sin control, buscando entre las tinieblas de mi existencia, un sorbo de esperanza; y tuve un sueño, soñé la muerte de Satanás. El campo estaba limpio, libre, volaban los deseos cumplidos sobre la hierba húmeda. Esa humedad ya no eran ni lágrimas ni sangre, era agua de Dios, vencedor único de la batalla. A Él lo vi agachado recogiendo trozos de corazones rotos, armándolos con gran delicadeza y cubriéndolos con un suave manto que aseguraba su entereza.  Las lágrimas las lanzó al río y nos dijo que debíamos emprender el soñado viaje al sol.
Esto hijo, lo viví en la tierra donde te engendramos, en El Salado, un corregimiento de El Carmen de Bolívar, sembrado en los Montes de María, una región productiva por sus tierras, pero víctima de esa riqueza natural.  Era un territorio apetecido y  presa codiciada por los grupos al margen de la ley, no solo por su privilegiada ubicación geográfica, sino  también por el abandono y olvido por parte del Estado y la falta de control institucional sobre el comercio.
Han pasado 12 años desde que ocurrió una de las masacres más espeluznantes de nuestra historia. Los días 16, 17, 18 y 19 de febrero del año 2000, el pueblo fue invadido por más de 300 demonios que se mataban entre ellos, y que además arremetieron contra la población, matando con la mayor sevicia jamás imaginada a más de 100 personas que tranquilas dormían y vivían con su simplicidad. Durante esos días, el sol ardiente secaba rápidamente los sonidos del horror, el silencio era mortal, los animales huyeron, no era posible escuchar el crujir de las hojas debajo de las patas de las iguanas, ni el trinar de un pájaro; el viento huyó, dejando inmóviles las ramas de los árboles.  Hoy, 12 años después, esta tierra aún nos cuenta la historia de esa Colombia violenta, y ojalá nunca deje de contarla, pues es la única manera de no repetir errores de esa magnitud. Para eso es la historia hijo, para corregir, intervenir y reconstruir. Porque los recuerdos duelen a los cautivos de la guerra, duele ver a sus hijos atrapados por el hambre, duele verlos tocar la tierra y el calor con sus pies descalzos; solo las pocas lágrimas que les quedan son las que logran humedecer su piel seca, su cabello arrugado, su alma marchita. Y los hijos de la guerra somos todos los hombres, todos, hijo, por eso te cuento y regreso aquí a esta tierra de mis recuerdos, a esta población invisible que deseo sientas y toques. Deseo que cada una de mis historias sean una semilla sembrada en ti, para que a lo largo de tu vida puedan germinar y ofrecer frutos de esperanza a la humanidad, porque aún nos queda la vida para ver el amanecer.  

Fundación Fototeca Histórica Cartagena de Indias

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