Asistir a la literatura de Cortázar es evocar la belleza de la libertad lúdica. Sus maneras de contar con sutileza descriptiva un evento imaginario han sido, son y serán guías totémicas de la narrativa.
Para muchos, abrió las puertas del mundo de la lúdica. Fue un alfil capaz de volver lo cotidiano completamente extraordinario, y a lo insólito un asunto corriente que se enriquece con el juego y el azar.
“Fui enfermizo y tímido, con una vocación para lo mágico y lo excepcional, que me convertía en la víctima natural de mis compañeros de escuela más realistas que yo. Pasé mi infancia en una bruma de duendes, elfos, con un sentido del espacio y del tiempo distinto al de los demás”.
Igual de plagada de eventos extraordinarios fue la propia existencia del argentino, dado que se fue haciendo más joven y más alto conforme avanzaba el tiempo. Casi tanto como su obra.
“Mi casa, vista desde la perspectiva de la infancia, era también gótica, no por su arquitectura sino por la acumulación de terrores que nacía de las cosas y de las creencias, de los pasillos mal iluminados y de las conversaciones de los grandes en la sobremesa. Gente simple, las lecturas y las supersticiones permeaban una realidad mal definida, y desde muy pequeño me enteré de que el lobizón salía en las noches de luna llena, que la mandrágora era un fruto de la horca, que en los cementerios ocurrían cosas horripilantes, que a los muertos les crecían interminablemente las uñas y el pelo, y que en nuestra casa había un sótano al que nadie se atrevería a bajar jamás. Curiosamente, esa familia dada a los peores recuentos del espanto tenía a la vez el culto del coraje viril, y desde chico se me exigieron expediciones nocturnas destinadas a templarme, mi dormitorio fue un altillo alumbrado por un cabo de vela al término de una escalera donde siempre me esperó el miedo vestido de vampiro o de fantasma”.
Fue su madre la que lo inició en las novelas de viaje, sin sospechar, acaso, que empollaba a uno de los mejores exponentes de lo que hoy se conoce como el Boom Latinoamericano, fenómeno que lo inscribe para siempre y desde siempre en la literatura universal.
Porque se atrevió a pensar en algún lugar donde están amontonadas las explicaciones. “Una sola cosa inquieta en este justo panorama: lo que pueda ocurrir el día en que alguien consiga explicar también el basural”.
Julio forma parte del más preciado imaginario de América Latina. Un cosmopolita trashumante y profundo conocedor de los idiomas y de las palabras que desglosa de manera sistemática. Prueba de ello su Manual de Instrucciones, cuentos en los que ofrece a sus lectores las indicaciones maravillosas para llorar, cantar, subir una escalera o incluso para dar cuerda al reloj.
Es a través del arte donde muchos encuentran un sitio natural, quizá un camino fluido hacia lo que puede llegar a ser una verdadera vocación. El acto de no hacer algo completamente útil y funcional vindica la libertad.
“Nadie seleccionó para mí los libros que debía leer, nadie se inquietó de que lo sobrenatural y lo fantástico se me impusieran con la misma validez que los principios de la física”.
Dijo haberse marchado de la Argentina porque no podía vivir en un país en el que le eran interrumpidos sus discos de jazz. Se larga de Buenos Aires por la repugnancia que le suscitaba el culto generalizado a Juan Domingo Perón y su fenómeno social de clases sindicales. La homogeneidad de pensamiento le parecía intolerable.
Desencadena ese mundo que pueblan los cronopios sentimentales y los famas triunfadores. Ese micro o macro cosmo tiene también a las entrañables esperanzas, que están a medio camino entre unos y otros. Las esperanzas “se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a verlas porque ellas no se molestan”.
Porque la libertad, a veces, encarna en seres humanos y porque siempre se escandalizó de que se dudara de aquello que no se puede ver. A lo mejor ese es el punto de partida de su cantidad de cuentos que fueron alcanzados por la juventud, y no al contrario.
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