Jamás ha sentido el beso ni la caricia de un hombre, pero es tanta su abnegación que con solo tomar la hostia entra en profundo éxtasis de amor y toca el cielo con sus manos repletas de soledad.
Así, embelesada, esta angelical mujer siente y ve brillar en su mano izquierda un anillo de ‘matrimonio’ tallado con montañas de fe y hecho de un oro tan puro como el cristal transparente.
Y es que ella se ofrendó a un anciano de vestidura tan blanca como la nieve y de cabello claro como lana limpia, entregándole su alma pura, su noble corazón y hasta su inconfundible velo.
Siendo una pequeña de trece años, una tarde de la década de los 30, fue hasta un sector pobre de Sincelejo y arrastrándose bajó una calle que parecía una cascada de piedras sueltas, iba a cumplir su primera misión.
Era una pendiente peligrosa, pero eso no le impidió llegar hasta una vieja casa que había observado desde lo alto y reflejaba la fatal certidumbre de una pobreza sentida desde lejos.
Mientras enjugaba su sudor con un pañuelo de seda, aprisionaba contra su cuerpo y sujetaba en una de sus manos, tarjetas de invitación al estudio del evangelio que cada domingo ofrecía la Madre Uberlina Salón.
Clara Luz, se había ofrecido a su profesora monja como mensajera, cuando en clase le expresó su deseo de convocar a nuevas mujeres al Colegio Nuestra Señora de las Mercedes a conocer la Palabra.
En ese escenario ya borrado por ocho décadas, la niña invitó a la señora de la casa y ésta con cara de lamento dijo que no podía asistir, pues no tenía con quién dejar su vivienda.
Pero con la sagacidad de una conquistadora de almas, la niña le dijo que ella la cuidaría, mientras asistía a las enseñanzas, en donde además recibiría como obsequio leche en polvo y harina de trigo, y ésta accedió.
Mecida en cuna de fe
De Clarita floreció una sonrisa y convencida para sus adentros pensó: “Ella verá la luz y yo obtendré mi primera perla para la corona que luciré por siempre al lado de mi amado”.
Así se lo enseñó Jesu, una de las seis tías con las que vivía en una casa de palma del barrio Chacurí y con quienes creció tras ser dejada allí a los cinco años por sus padres, José Ángel Barón Herrera y Rebeca Romero, cuando empezaban a separarse.
Fue así como Concepción, Ana, María de Jesús, Candelaria, Luisa e Isabel, mujeres consagradas hasta los tuétanos a la adoración del Sol de las Almas, así como Bernardo, el otro beato y tío de Clara Luz, se convertirían en los “padres” de la pequeña.
Al poco tiempo mostraba comportamientos celestiales, al llorar se sentía consolada tras escuchar de sus tías cánticos a Jesús y María, convirtiéndose éstas en las palabras que con más dulzura y frecuencia expresaría.
Clarita permanecía sobre las piernas de sus tías aprendiendo a rezar y era común encontrarla con las manos elevadas al cielo en oración y con sus ojos ‘encharcados en lágrimas’ viendo al infinito.
Brebajes, santos y silencio
Mientras, Naldo (tío Bernardo) se forjaba como figura paternal, tarea que alternaba con la elaboración de menjunjes, pues era el boticario del pueblo. También añejaba el mejor vino para fiestas de aquella época.
En el patio de la casa el tío papá hacía bajo un rancho con techo de zinc, jarabe de totumo y otros brebajes, cerca de allí baló una cabra comprada para alimentar con su leche a la niña.
Clarita a los ocho años suspiraba por la llegada de su primera comunión, que decía, sería lo más feliz de su vida, hasta cuando llegó, dejando en su paladar el sabor a hostia, ese que amaría por siempre.
Desde entonces comulgó diariamente, entendiendo cada vez menos cómo era posible no morir de amor al recibir el Pan de los Ángeles, mientras una voz la invitaba al recogimiento.
Y se fue aislando, prefiriendo a todo bullicio el encanto de un altarcito, que adornaba con margaritas arrancadas de las entrañas de Buenos Aires, la finca familiar, enclavada en la Sierra Flor.
A la vez aprendía a vivir entre figuras de yeso, no solo las que el único hombre de ese hogar también fabricaba como adornos, sino santos de la Iglesia San Francisco de Asís, llevados allí para su restauración.
Ellos parecían no respirar. Se hundían en un ensordecedor silencio en esa casa, a donde si alguien llegaba hablando en voz alta o con malas palabras era casi que excomulgado y los escotes no eran bien vistos, ni siquiera por Naldo.
Pero donde sí había actividad era en la botica, allí desfilaban personas que, esperanzadas, llegaban a comprar para sus enfermos, medicina recetada por Humberto Vergara y Adalberto Quintero, los médicos del pueblo.
Amparada por los siete solterones, siendo una quinceañera aprendió en el taller de Naldo a devolverle la vida a aquellas imágenes malogradas en el templo a donde ya iba con una mantilla sobre sus sienes.
En sus manos, los santos descabezados o mutilados en el calor de la adoración y las procesiones, volvían a quedar perfectos, faltando solo el trabajo de pintura, el cual hacía Isabel.
Nuevos vecinos y un ritual
Ya la singular familia se había adaptado a su nueva casa con techo de tejas, del marco de la plaza, en la calle ‘Charcón’, comprada a una prima.
Allí los fervientes eran visitados por los curas de la época: Aldana, Prieto y Villanueva, quienes se deleitaban con la dulzura del fruto rojo de un árbol de peras que había en el patio de la morada.
Se turnaban los oficios domésticos, pero tenían especialidades, Cande por ejemplo, hacía vestiduras para santos, además preparaba la mejor sopa de arroz, “la hacía con limón”, cuenta hoy con enorme nostalgia Clara.
Tenían de vecinos al frente a Ana Raquel Prado, dueña de la primera tienda de Sincelejo; a la derecha a Horacio Castañeda y José Zuccardi, ganaderos, y a la izquierda a Miguel Arrázola, también herbolario.
Todos los días a las cinco de la tarde, cuando las devotas salían a la calle, sobre los techos de los vecinos caían como palomas mil cruces disparadas en ráfagas hacia ambos flancos por las beatas.
El ritual iniciaba al abrirse las hojas verdes de la puerta principal en aquella casa amarilla de madera, salían una tras otra, caminaban pocos pasos, pasaban al Parque Santander y llegaban a la Catedral, en medio de agitados campanazos que invitaban a la misa.
Al desfile se le unía Brasil, el perro de la familia, escolta infaltable de las siete fervorosas con velo, que corría delante de ellas como abriéndoles paso o avisando que allí iban las piadosas.
Pero luego de once años de fiel servicio el curioso personaje de la gala se esfumó con su lomo beige y orejas negras: una mañana, la muerte disfrazada de envidia le dio a comer carne rellena con filosos vidrios.
Pese a la ida del criollo, el puntual desfile continuó teniendo como alfombra la primera calle pavimentada del pueblo y como espectadores a los transeúntes que al verlas murmuraban, unos admirados y otros burlándose.
Pilares caen y dejan dolor
Pasaban los años, los achaques minaban a las tías mayores y dejaban de asistir a la misa, así como a las adoraciones que coordinaba Clarita con tarjetas que ella hacía manuscritas y que luego repartía.
Por culpa de la vejez, Conchita, Anita, Cande y Luisa se perdían épicos sermones de Prieto en donde ya desvariaba y decía disparates mezclando citas bíblicas con sus fuertes regaños.
Y llegaron los adioses, cuando apenas era una veinteañera, la primera en irse fue Conchita, lo hizo una noche de mayo de 1950, murió postrada, pues en sus ya necios andares domésticos se resbaló y se fracturó un fémur que nunca pegó.
La adversidad siguió azotándola y despidió a sus demás tías, una: Luisa, quien murió ciega, pues tras el adiós de Naldo, se encargó del jarabe y el humo de la gran olla donde lo preparaba le cocinó los ojos.
El adiós más triste fue el de Cande, ella falleció un 8 de octubre, un día antes del cumpleaños de Clarita, dejando para siempre una mezcla de alegría y dolor en el alma de la última de las beatas.
Frío, soledad y despojo
Clara empezó a derrumbarse dentro de ella misma, pero desde su aureola de santidad seguían aflorando montañas de fe que la mantenían pese a los nostálgicos recuerdos.
En su mente retumbó el día cuando Ana, en su lecho de enferma, sobresaltada preguntó: ¿Por quién doblan las campanas?, “acabo de sentir algo”. Clara, enseñada a jamás mentir, contestó: por Fernando. Eterno enamorado de su tía.
La soledad le hacía imaginar el matrimonio de sus padres, escarbaba en el tiempo buscando saber si había sido tan escandaloso como un 20 de enero, como se rumoró, pues José Ángel era muy mayor y Rebeca una niña.
Recordaba la noche cuando tras sepultar a su última tía, sintió sus huesos como trozos de hielo y la desolación reflejada en su rostro que llevó a su vecina Ana Raquel a querer llevársela a su casa a descansar.
Ese día no quiso dejar solo el altar de Isabel y desde entonces se aferró a él viéndolo como representación de sus tíos, y se hizo acompañar en sus oscuras noches de senil desvelo de su sobrina Amparo.
La hija de su hermano mayor la cobijó durante cinco años en aquella casa, pero sobrinos distantes a la devastada familia asechaban con el propósito de repartirse la vivienda.
A los tíos se les había olvidado declarar heredera a Clarita, y entre las grietas de las leyes se escabulló la tenencia del caserón, para vecinos y conocidos legado absoluto de la sesentona.
Deambulando y mudando vestigios
La vivienda donde se mezclaban yerbas para sanar y valores en su más santa expresión, o la casa considerada por algunos como convento de mojigatas o remilgadas, fue vendida en 1987.
Ya sesentona, recibió la doceava parte de lo pagado por el inmueble en cuya sala los beatos recibían sus visitas en sillones de mimbre, que según las ‘malas lenguas’, fueron a parar a almacenes de antigüedades y se esfumaron como las alhajas de oro dejadas por las tías.
Su parte se la entregó a Israel, esposo de otra sobrina, para que la prestara al interés y con lo cosechado cancelar el arriendo de su nuevo techo, un apartamento de Vergara Prado, contiguo a su consultorio.
Allí, donde más de uno se espantó al verla en la ventana, pues su piel blanca y quietud la hacían ver como muerta, vivió doce años, alimentada por la caridad de personas como Carmen Quessep.
Al morir el médico, en 1993 Clarita tuvo que mudarse de nuevo, pasando a un pequeño cuarto en la Calle Las Flores, allí la pureza de su alma combatía con un mundo opuesto al de ella: un bar.
Premonición y tragedia
Una tarde de 2012, ya octogenaria, entre voces resquebrajadas se dedicó a reparar su inseparable rosario bendecido por Juan XXIII, luego de hallarlo destrozado en el piso de baldosas rojas y amarillas de la que es hoy su “casa”.
Sin ya habilidad, logró emparapetarlo, comió papilla con queso y se acostó rezando el rosario, se quedó dormida y al otro día tras abrir los ojos, descubrió que su amada joya había desaparecido de entre sus manos para siempre.
Invadida de terror evocó la tarde en la que en medio de una pesadilla se encontró ante una gran amalgama de astillas, barro, lluvia, sangre, muerte y clamores, oyéndose preguntar: Dios, ¿dónde estoy?, ¿qué es toda esta barbarie?
Fue un sueño premonitorio de la caída de las corralejas del 20 de Enero, nunca lo contó a nadie y dos años después se convirtió en una cruel realidad, tan grande como la que hoy afronta por haber sido enclaustrada, a causa de una decisión disfrazada de consejo, en el asilo local.
Allí, en donde dice sentirse muerta en vida, ve pasar tristes horas plagadas de remembranzas de cuando era una hermosa dama dedicada abnegadamente a los menesteres de la iglesia, aunque por ello renunció por siempre a un beso o la caricia de un hombre.
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