Editorial


Servidores que no sirven

Hay algunas personas que siempre han actuado con racionalidad y han practicado el buen trato, pero que al llegar a posiciones de poder, incluso a las que apenas están en los niveles medios, dan la apariencia de ser víctimas de algún mal que los trastorna con una inflamación desmesurada de la soberbia.

Hay otras que, aburridas de la gris desventura de un empleo rutinario y martirizante, intentan salir del anonimato y ser notorias, haciéndoles la vida imposible a las personas a las que, por su trabajo, les corresponde atender o ayudar.
Aunque el ejercicio de la complicación es mucho más evidente en el sector público que en el privado, pues todavía la gente ve al Estado como ese territorio de nadie a cuyo funcionamiento no hay que contribuir, se observa que esta plaga también ha golpeado duro a la empresa privada en áreas como la salud, la telefonía celular o los servicios de acceso a internet.
La presencia en oficinas gubernamentales de atención al público de funcionarios prepotentes, complicados y con ciertos rasgos de sadismo, se explica –pero nunca se puede justificar– porque persiste la vinculación a los cargos de personas recomendadas por los jefes políticos, y a quienes no les preocupa hacer bien su trabajo porque de ello no depende su permanencia.
En las empresas privadas, aunque se entiende que se escoge a empleados y ejecutivos entre gente preparada y atenta, porque el sector privado no perdona la ineficiencia, muchas EPS y algunas empresas operadoras de telecomunicaciones tienen en sus nóminas a empleados que se han contagiado del mismo mal que acomete a gran parte de los funcionarios públicos.
La ineficiencia y el mal trato en las oficinas gubernamentales se perpetúan porque los burócratas creen que los ciudadanos le deben honores al servidor público por su cargo, pero ya la comunidad ha ido entendiendo que el empleado de una dependencia del Estado no ocupa su puesto para que le rindan pleitesía, sino para trabajar por ella y rendirle todos los honores mediante una labor honrada e intensa.
El prestigio y el respeto nunca vienen con un cargo público, sino que se ganan a pulso, y es inaceptable que se pretenda adquirir importancia, causándole molestias y dificultades al ciudadano, que al pagar impuestos está pagando el salario del servidor público y se podría decir que es su verdadero jefe, ante quien debería sentirse comprometido y no al revés.
La politiquería y la corrupción han tergiversado tanto este principio elemental, que muchos empleados públicos creen que le deben su lealtad al cacique que los hizo nombrar (todavía de dice que el funcionario tal es de fulano o de mengano), para quien trabajan y actúan por encima de todo.
La enseñanza y cimentación de buenas costumbres y prácticas en el Estado tiene que comenzar con  el ejemplo de los jefes de los partidos, congresistas, diputados y concejales, dejando de basar su poder en el número de fichas que logren ubicar en las nóminas de las entidades públicas.
 

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