El profesor Gates llega a su casa, en Cambridge, después de horas de avión. Vuelve de la China. No acaba de disfrutar la sensación acogedora de regresar a su espacio, a las rutinas que preservan la identidad, cuando con un desconsolado fastidio acepta que perdió las llaves de la puerta. El conductor del carro ha acomodado el equipaje en el porche y abre otra vez la cajuela para sacar la bolsa de herramientas. A la luz del día, con destornilladores, y martillo, se dan a la tarea de forzar la puerta. Algún vecino solidario que observa esa extraña manera de abrir la casa, llama a la policía. Con alivio, sin lamentar daños, Henry Gates entra a su domicilio y se entrega al aroma acogedor de los espacios y objetos familiares. No alcanza a quitarse los zapatos cuando el ruido de las llantas en el asfalto, el ulular de sirenas y la voz imperiosa de la autoridad lo conminan a salir. Nunca había tenido un recibimiento así y el cansancio extraño del vuelo unido al desconcierto le pone el combustible que no tiene a su indignación. Su tono convincente de maestro de Historia y Literatura inglesa; sus maneras educadas en el aula y el campus y la ciudad; su predisposición al diálogo sin prejuicios; tantas virtudes, dejan de asistirlo ahora. El estado de inocencia convencida conspira contra él. No entiende que quieran sacarlo de su casa. Menos después de un viaje extenuante, y de haber perdido las llaves. Siente que la ley, protectora, lo atropella. ¿La ley atropella? Su texto frío, inerte, a veces solemne, rimbombante en ocasiones, a veces oscuro, o de nítida precisión admirada por Stendhal, se puede convertir en un monstruo en manos de los intérpretes. La pregunta que tortura al profesor Henry L. Gates es si acaso el policía actuaría con el mismo obstinado rigor si uno de los vecinos blancos se hubiera visto obligado a romper la puerta de su casa. Él considera que el aviso a la policía al utilizar el color de piel para describirlo generó un antecedente. Quien intenta abrir la puerta a golpes es un hombre negro. El ciudadano a fuerza de leer historias y ver películas prosigue una tradición que surge del fracaso del principio de la igualdad. Ha constatado como hay semejantes que no hacen cola para obtener un servicio, no respetan las señales de tránsito, arrojan basuras a la calle. Conductas sin sanción que proponen comunicaciones con la autoridad atípicas. Aquella suave, meliflua, de subordinación aparente que ofrece el soborno para la violación intrascendente; o de negociación técnica, fría que conviene el soborno para la falta gravísima. O aquella que pretende restablecer la igualdad entre la autoridad y la persona inerme con los gritos que insultan o intimidan. El profesor, ofuscado, acude al desprecio y desliza la duda, amenaza sutil. Le advierte a la autoridad, que no sabe con quién se mete. Así fue. El policía sabrá, por fuera del reglamento, que el presidente Obama condena su acto. La autoridad aprendió más a castigar que a premiar. Se corrige Barack y ofrece una cerveza al profesor ofendido y al policía. Comedias de la democracia, a veces, por no llamar a los bomberos. *Escritor rburgosc@postofficecowboys.com
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