No hay que ser ningún experto ambientalista para reconocer que nuestra Bahía de Cartagena tiene el golero parado en el hombro desde hace rato. Y para cualquier coterráneo que tenga como mínimo 45 años, lo sabe aún más. En mi caso, por ejemplo, el hecho de ser blanco y colorao no me quita lo nativo, y les puedo asegurar que, desde el primer momento en que salí aturdido de la sala de parto del hospital Bocagrande, con el permiso de mi queridísima madre, tuve el privilegio de pescar en una Bahía bellísima, cristalina y limpia, repleta de todas las criaturas marinas que se puedan imaginar. Es cierto. Eran los días donde las vacaciones del colegio se iban completicas en nuestras labores de pesca y los zapatos se usaban nuevamente en el siguiente calendario escolar, porque todo lo hacíamos a pie descalzo. El uniforme se reducía al típico mocho ruñido por el salitre (obviamente salíamos sin bañarnos), con la camiseta blanca manchada por los cocos que se perdían en el vecindario. Por lo sano de la época, podíamos salir solos desde los 6 años y hasta las calles se aburrían por la falta de carros. Para pescar llevábamos una latica de galletas de soda para guardar –en agua- las mojarritas que usábamos de carnada, un palito de bambú para atraparlas (con un azuelo “mosquita” y carne cruda, que las enloquecía), y luego el cordel grueso para “extenderlas” con el calabrote; es decir, para atravesar su cola con un anzuelo más grande y usarlas de señuelo viviente para la “picada” mágica que convertiría la faena en el orgullo de la gallada. De esa forma sacamos jureles, picudas, róbalos, sábalos y hasta agujetas, que abundaban en la superficie, desplazándose como torpedos vivientes en la azotea del edificio azul. En aquellos días tranquilos, cuando las brisas hacen siesta, el mar amanecía con la transparencia de un cristal, y nuestra amiga la Bahía, tan bella, gentil y saludable como era, se convertía –plácida- en una piscina gigante donde todos nos bañábamos con los neumáticos viejos inflados como embarcaciones. Frente al restaurante “Capilla del Mar”, donde hoy queda el colegio Montessori, cerca de la iglesia de Bocagrande, quedaba un acantilado profundo donde las langostas se hacían visita en los balcones de sus casas, en las piedras, y las verracas nos hacían pistola con sus antenas, pues se desesperaban con nuestra algarabía. Eran los tiempos donde los amigos embusteros jugaban a cruzarse a Castillogrande por debajo del agua (así como lo oyen), y con el mayor descaro me decían: “Quique, no te imaginas esa vaina, mientras buceas por debajo, puedes escuchar los carros cruzando la avenida Piñango.” Hace pocos días, mientras intentaba en vano enseñarle a mi hijo a pescar ilusiones en sus aguas turbias y desoladas, mi vieja amiga me reconoció y me saludó. Me dijo que por fin sacaron a licitación pública los trabajos del Canal del Dique, que la tienen asfixiada por su sedimentación. También me comentó emocionada que espera ansiosa la apertura del Emisario Submarino, porque callada y triste lleva demasiados años recibiendo la porquería del alcantarillado sin quejarse. Pero “la Bella” es fuerte y no pierde sus esperanzas. Le prometí que ahí estaría, y que también sueño con bañarme nuevamente en su regazo. (*)Economista. Empresario. jorgerumie@gmail.com
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