No me encuentro entre aquellos que deben admitir que, presionados por los jóvenes con los que se reunía, fumó marihuana, ni esnifó cocaína, ni ingirió pastillas de LSD, pero sí estoy entre quienes han manifestado inconformidad con la represión y denunciado la inutilidad de ella como método para extinguir el consumo y el comercio de alucinógenos, porque, atendiendo las razones de la historia y de la cotidianidad, he entendido que, a pesar del prohibicionismo, la dinámica del tráfico ha superado los esfuerzos por detenerlo debido al lucro que se deriva de que la humanidad hubiera incorporado entre sus hábitos la ingesta de esos productos, de modo que para lograr su disminución se precisa de una estrategia que dé prioridad a la prevención y a los tratamientos de rehabilitación, lo cual no excluiría los controles de policía sobre quienes producen y venden, pero para verificar la calidad de lo que ofrecen, como ocurre hoy con los estancos. Aunque sé que atreverse a prohijar la abolición de la prohibición es exponerse a ser señalado como cómplice del narcotráfico, divulgo este planteamiento no sólo porque me parece una torpeza persistir en perseguir a los consumidores y traficantes sin poner en práctica programas para advertir a los jóvenes sobre los estragos de la adicción y fortalecerlos ante la tentación, sino, también, en razón a la frustración que me produjo saber que el discurso del dirigente de Estados Unidos, aunque expresado en términos menos belicistas, continúa inspirado en la solución militar, desconociendo la tendencia de la mayoría de integrantes de la comunidad internacional, que se inclina por tratar el tema como asunto de salubridad. Lo anterior denota que Estados Unidos es quien determina la política de drogas y nosotros quienes obedecemos con abyección, debiendo, por tanto, interpretar que el éxito o el fracaso en el combate por la reducción del tráfico de drogas continúa recayendo sobre quienes las producimos y no sobre quienes propician su consumo y abandonan sus adictos a la buena de Dios, quizá porque con ello no se beneficia la industria de las armas, que es, a la postre, a la que le interesa la prolongación de la política del arrasamiento para satisfacer su afán de lucro, como lo demuestran las sumas de dinero que las entidades del Estado invierten en la adquisición de insumos para asperjar o mover los vehículos que se requieren para movilizar la tropa en las tareas de enfrentar a los traficantes y apoyar a los obreros que se dedican a arrancar las matas de coca. Pero no sólo las autoridades compran armamentos. También lo hacen los traficantes para defenderse del asedio de la Policía y de otros grupos que les compiten en procura de arrebatarles las rutas y las plazas que conquistaron con intimidaciones y agresiones, para lo cual emplearon no solo la astucia, sino armas de tecnología tan avanzada como las de los policías que integran los comandos élites, que adquieren gracias a las fortunas que los altos precios de la droga les permiten amasar. Si se aceptara la producción y venta bajo la vigilancia de las autoridades, y se aplicara una agresiva y constante política de prevención y desintoxicación, con seguridad se le quitaría el encanto al negocio. Lo grave es que nadie se atreve. *Abogado y profesor universitario noelatierra@hotmail.com
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