El mariscal Goebles, en la Alemania del Tercer Reich, consagró el sistema de la repetición como medio de encandilar a las masas que marcharon hipnotizadas tras el espejismo mágico de la conquista del mundo. Y, aunque el mensaje y el fin fueran equivocados, lo cierto es que sólo la reiteración puede crear conciencia. Por eso no resisto la tentación de insistir en la ya vieja propuesta de descongestionar el recinto amurallado al que ya no le cabe un suspiro debido a la concentración asfixiante y a la tugurización vergonzosa de cuadras enteras. No es posible que sigamos arañando apenas la superficie de la problemática urbana. Es imprescindible tomar medidas de fondo, algunas de las cuales son antipáticas y contrarían antiguas costumbres, íntimamente arraigadas en nuestras gentes. El Centro exige transformaciones en su organización cotidiana. Cambios en su rutina diaria. Hay que comenzar a “peatonizarlo” por zonas, sin temor a herir intereses, a levantar ronchas o a lastimar postillas. Es precios volverlo peatonal. Y de inmediato. Sus calles y sus esquinas son intransitables, sin que se vean soluciones ni próximas ni remotas. Ahora, cuando se inicia el estudio de un plan de recuperación de la ciudad antigua, es recomendable cerebralizar los problemas. Buscarles soluciones valerosas, viables e inmediatas. Con imaginación. Con audacia. Con “mandarria”. A la ciudad hay que repensarla. Que replanificarla. Al margen de miedos reverenciables o de tontas sujeciones al pasado remoto o reciente que, en más de un campo, nos anquilosa y nos impide lanzarnos, con agallas, a la conquista del futuro. Sí. El “Corralito de Piedra” no puede seguir convertido en la cómoda barriada del ayer cercano, a la que se llegaba en automóvil particular o en taxi hasta la puerta misma de la oficina o del negocio. Eso pertenece a otras épocas, cuando las escasas actividades ciudadanas, características de una aldea pequeña en la que todos nos saludábamos y nos conocíamos, nos permitían utilizar las calles como si fueran el patio de la propia casa. Existe un encanto especial, en las ciudades viejas. Una especie de halo indefinible que las hace diferentes. Pero hay que preservar esa fascinación. O rescatarla si es que se ha perdido. El casco histórico exige un tratamiento respetuoso, acorde con su ambiente recoleto que reclama la introspección y el reposo. Pero se puede argüir algo más. En urbes enormes, superhabitadas y agonizantes, no son extrañas las avenidas peatonales. En la “zona rosa” de Méjico está prohibido el tránsito de vehículos. Y, en Sao Paulo, con 20 millones de habitantes, el sector comercial tiene limitado el paso de automotores. Lo mismo ocurre en Buenos Aires. “Florida”, cruzada por “Corrientes”, vía arteria consagrada desde los años treintas por el tango de Gardel, sólo puede ser recorrida a pie. A nadie se le ocurriría, por ejemplo, que la Plaza de San Marcos fuera ensordecida por ruidosas motocicletas, en Venecia. Y esos sitios, pringados de historias y bordados por el tiempo, son equivalentes a los rincones ahora profanados del centro de Cartagena, que es preciso rescatar. *Ex congresista, ex embajador, Miembro de las Academias de Historia de Cartagena, y Bogotá, Miembro de la Academia colombiana de la lengua. academiadlhcartagena@hotmail.com
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