Columna


Vías de hecho

RUBÉN DARÍO ÁLVAREZ PACHECO

24 de febrero de 2018 12:00 AM

La semana pasada, un grupo de vecinos del barrio Almirante Colón destruyó parcialmente una cancha de microfútbol, que marca la frontera entre esa urbanización y el barrio Los Caracoles.

La razón -expusieron- era que la cancha venía sirviendo como escenario, para que un grupo de jóvenes (algunos menores de edad) se parapetaran tras supuestos partidos de fútbol para consumir y comerciar alucinógenos hasta altas horas de la madrugada.

Aseguraron que los mozalbetes, no conformes con dedicarse a lo ya descrito, hacían ruidos y lanzaban la pelota hacia las ventanas de las viviendas cercanas, donde varios cristales resultaron rotos y hasta hubo niños golpeados con el impacto de los balones.

En consecuencia, el día que resolvieron derribar una de las arquerías alegaban sentirse hastiados de tanto solicitar infructuosamente la ayuda de los agentes de la estación de Policía de Los Caracoles, que está a pocos metros de la cancha, pues los uniformados algunas veces acudían sin poder aplicar una solución contundente, con todo y que varios vecinos también habían sido agredidos verbalmente y hasta amenazados con armas cortopunzantes.

No se trata de aplaudir el que los residentes hayan tomado la determinación de destruir la cancha, ya que se trata de un bien público. Pero también habría que revisar hasta qué punto las leyes colombianas están llevando su laxitud en cuanto al castigo para menores de edad, quienes también podrían delinquir y agredir como cualquier adulto.

Se trata de analizar los niveles de exasperación de un ciudadano, o de una comunidad, como para que eso lo induzca a tomarse la ley por su mano, tal como ha sucedido en otras ocasiones y sectores de Cartagena, donde han resultado linchados varios presuntos delincuentes.

Conviene que analicemos qué tanta fortaleza tiene la confianza de los ciudadanos en las fuerzas del orden público, empezando porque no resulta tan agradable el que un infractor sea conducido hoy por los uniformados; y mañana, a la misma hora, esté nuevamente acometiendo las mismas actividades por las cuales fue retenido; y a la vista de los mismos ofendidos, como para burlarse de ellos y de las maleables leyes colombianas.

Es preciso, además, que no todo se deje en manos de la fuerza pública, puesto que, si se trata de menores de edad, los núcleos familiares cargan bastante responsabilidad en cuanto a controles y sanciones, en aras de que el comportamiento juvenil no rebase los linderos del respeto y la convivencia.

Tampoco es descartable que algunos de esos infractores surgen de hogares disfuncionales (independientemente del estrato), donde los mayores esgrimen la fácil excusa de que ya no pueden con ellos, como una coartada para que sean otros quienes se encarguen de la reprensión, aunque eso signifique tener que arremeter contra el patrimonio público.

Periodista

ralvarez@eluniversal.com.co

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