Muy a pesar de que la República Popular China es la segunda potencia económica y militar del mundo, en Cartagena algunos parroquianos aún consideran a los chinos ingenuos y caídos del zarzo.
Lo cierto es que los descendientes del primer emperador chino, Shi Huang, ganaron espacio en los cinco continentes y, por ejemplo, en Cartagena de Indias, después de 485 años, una de sus súbditas, Yolanda Wong, tomó las riendas de esta díscola y pirateada ciudad.
Los chinos representan la civilización más antigua de la humanidad, célebres por su silenciosa paciencia, deslumbrante ingenio, creadores del papel, imprenta, pólvora, brújula, del ábaco -precursor de la calculadora moderna-, acupuntura, sismógrafo, acero, entre muchos otros, con los cuales descifraron retos y enigmas a través de los siglos.
Los primeros migrantes chinos llegaron a Colombia a finales del Siglo XIX contratados para desarrollar la infraestructura ferroviaria, pero entre 1940-50, lo hicieron de pura casualidad, arrastrados por la avalancha de guerra, comunismo y miseria. Tenían la mirada puesta en los Estados Unidos, donde, rebaños de compatriotas, gozaban de prósperos trabajo, pero se les acabó el dinero y desembarcaron en Cartagena, poblando el Barrio España, edificando su presente y proyectando el porvenir de sus muy fecundas familias. Se dedicaron a las hortalizas, a las aves de corral, lavandería, barberías y, por supuesto, a los restaurantes y, es aquí donde nace esta historia, contada por don Aly Bossa, quien, de los nombres reales no quiere acordarse, respetando el pacto de silencio sellado hace más 35 años al interior del sindicato de Telecartagena.
“Huang Ming, dueño de un restaurante ubicado en las goteras de la ciudad, inició servicio de comida a domicilio, solicitando a la Telefónica una línea exclusiva en la que recibiría los pedidos. Todo marchaba viento en popa hasta cuando a Miguelito, encargado del tablero central, se le ocurrió una perversa pilatuna: desconectaba el teléfono del restaurante de Huang, fingiendo daños imprevistos y de inmediato le llegaban dos o tres cajitas repletas de manjares orientales que compartía entre secretarias, jefes y obreros. Segundos después y, como arte de magia, restablecía la conexión telefónica al restaurante. Un día, resolvimos liberarnos del peso en la conciencia contándole la verdad al inofensivo y laborioso chino, quien combinaba su restaurante con una atiborrada cantina. -Lo presentía-, nos dijo sin inmutarse. Y añadió: ‘Por eso desde el mes pasado le mandaba a Miguelito las sobras de los clientes y los palillos usados’”.
Henry R. Vergara Sagbini
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