En Cartagena de Indias, desde su fundación hace 485 años, ser pobre y estar enfermo, multiplicaba por mil la posibilidad de ir directo al cementerio. A la varicela, sarampión, dengue, fiebre amarilla, tétanos, leishmaniasis, lepra, tuberculosis, sífilis, hidrofobia, se le temía más que a una legión de piratas o de negros cimarrones. Lo grave del asunto es que, casi todas estas mortíferas pestes, que azotaron sin clemencia a la Cartagena del siglo XVII, están de regreso aquí, con renovada virulencia, respirándonos en la nuca.
Son las llamadas ‘enfermedades emergentes’ que, al desaparecer el control sanitario de la ciudad en la alcantarilla de la corrupción, nos llenan de zozobra y miedo, suplicando, como sucedió en épocas inmemoriales, que del cielo lluevan milagros.
En la Cartagena de antes, igual que en la Cartagena de las EPS, existían hospitales como el San Juan de Dios, construido en el centro de la ciudad, dedicados a la atención de enfermos adinerados o de rancio abolengo, y el de El Espíritu Santo, ubicado en el barrio obrero de Getsemaní, y el leprocomio de San Lázaro, en las goteras de la ciudad, que permanecían sucios, destartalados, tanto que los pacientes menesterosos preferían agonizar en sus casuchas, acechados por una corte de moscas y gallinazos.
Tan grave era la situación que el dr. Juan Méndez Nieto, autor de los célebres pero incomprensibles ‘Discursos Medicinales’ destinados a orientar a sus colegas sobre el tratamiento de los morbos prevalentes en estas latitudes, exigía recursos adicionales a sus superiores, como lo hacen ahora los atribulados gerentes de los hospitales estatales, carcomidos por el mercantilismo y la insaciable politiquería.
No se crea entonces que el colapso de la salud y el tenebroso ‘Paseo de la Muerte’ que tienen al borde del abismo a miles de enfermos, es un invento perverso de la Ley 100 de 1993: hunde sus raíces en las sombras de la corrupción, importada del Viejo Continente.
Surgió entonces la mano misericordiosa de Pedro Claver, jesuita de profesión, médico por vocación, dedicado a sanar llagas y pestes usando su propia saliva, emplastos de vinagre, sábanas limpias y bocados de alimentos, en medio de toda clase de burlas e improperios. “El pobre hiede y el diablo es negó”, susurraban a su oído, intentando persuadirlo de aquella locura humanitaria, pero todo fue en vano: Pedro Claver, como tantos tozudos galenos en este país, estaba convencido de que, a falta de justicia terrenal, solo quedaba encomendarse al Espíritu Santo.
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