En una oportunidad le preguntaron a una alta funcionaria de Harvard cuál había sido lo más difícil de su carrera en dicha universidad, a lo que respondió: repetir y repetir. Por lo menos en una ocasión he insistido en que la ciudad necesita inexorablemente un museo para los niños. No como atracción para turistas, en lo absoluto, sino como herramienta para construir la ciudad que necesitamos y queremos.
Un museo para niños no debemos solicitarlo a las autoridades locales y regionales, porque entre idea, proyecto y apertura, por lo menos pasarían unos cincuenta años. No hay plata, será lo primero en mencionar.
Aquí, nos hacemos los locos y preferimos que los particulares cobren muchos millones diarios en peajes que ya no les pertenecen, en vez de intentar, por todos los medios, recuperar esos recursos de los cartageneros. Por ello, mientras elegimos bien, pensemos en que la sociedad civil puede construirlo sin inconvenientes, por ello llamo la atención para reunirnos, me incluyo, y empezar a hablar del asunto. En este proceso todos deben participar, con efectivo, ideas y hasta horas de trabajo.
Esta iniciativa es vital por infinidad de razones. Para comenzar, los niños tendrían lo que varios autores han denominado el vivero de creatividad y aprendizaje, un sitio para conocer e interactuar con un universo de aventuras sobre el funcionamiento de las cosas. Esta penetración de los muchachos en ciencia, tecnología, ingeniería, matemáticas, arte, cultura, historia e innovación, entre otros, fortalece su desarrollo intelectual y fragua conexiones nerviosas para entender que el bienestar puede ser construido colectivamente con trabajo, dedicación y esfuerzo, sin tener que recurrir al camino de la autodestrucción a través de la corrupción. Será tal el efecto, que seguramente la noche de la visita soñarán inventar cosas, imaginando un mundo diferente al de la ciudad, en donde, a físico garrote, se ha marginado lo fundamental de la educación, elevando a la pobreza como única alternativa de vida.
El museo de los niños competirá con los insociables centros comerciales, como lugar de encuentro para las familias. Pero allí, profesores, niños y padres podrán coadyuvar para formar ciudadanos del futuro con sentido de pertenencia, inculcando su capacidad mental hacia el arraigo del bienestar colectivo, deseosos de aprender para ayudarse a sí mismos y a los demás.
Ojalá alguno de los innumerables magnates que habitan en pleno la ciudad, o la contemplan en la sombra, tome la iniciativa y aporte el primer par de millones de dólares para esta obra, la cual puede llevar el apellido de sus progenitores, como en muchos museos en el mundo. Lo importante, repito, es que si queremos salir del hueco colectivo, el museo de los niños es una de las hebras que deben tejerse sobre la cuerda salvadora.
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