Según los griegos, del Caos surgieron Gea (la tierra) y Uranos (el cielo). De su unión nacieron Cronos (el tiempo) y Rea (la fertilidad). De ellos nació Zeus, el dios, el papá de los pollitos. Apolo, uno de sus hijos, fue el inventor del arte de curar y se casó con Corónide. Lamentablemente, mientras Corónide estaba embarazada tuvo relaciones con una mortal; al enterarse, Apolo enfureció de tal manera que cometió el primer feminicidio de que se tenga noticia en la historia. Mientras el cuerpo de la amada infiel ardía en la pira funeraria, Apolo hizo lo que sería la primera cesárea, rescato el cuerpo del bebe y se lo entregó a un sabio y paciente centauro, Quiron, para que le enseñara el arte de la medicina. El nombre del bebe era Asclepio (Esculapio según los romanos, dios de la medicina). Su nombre se hilvana con los recuerdos del sabio egipcio Imhotep. La fama de Asclepio se agigantó y recorrió todo el mundo conocido, especialmente ya que podía resucitar a los muertos. Asclepio desposó a Epione y de tal unión surgieron cinco vástagos: uno de ellos fue especialista en cirugía y las dos más famosas fueron Higía (diosa de la higiene) y Panacea, de quien decían que era capaz de curar todos los males a punta de hierbas, cataplasmas, pociones y ungüentos. La palabra panacea proviene de la voz griega panakos (pan: todo, akos: remedio) que significa remedio para todo. En medicina se ha buscado una sustancia que por sí sola sea capaz de curar todas las enfermedades. Y también en la vida, enfrentados a múltiples problemas el hombre ha buscado un remedio para todos ellos.
A lo largo de los tiempos, y muy en contravía con lo que los humanos hemos esgrimido para ubicarnos en una aristocrática primera línea, hemos demostrado que nuestra irracionalidad animal convirtió la violencia en la gran y primera panacea ante todos los problemas y situaciones. Y, cuando parece que aprendimos, con muertes y vejámenes, que esta no es una solución posible, aparece el genio que no encuentra un mejor argumento para derrotar al adversario que generar más violencia.
Y en nuestra Colombia inmortal es igual: en una aparente democracia, las decisiones electorales han estado regidas, directa o indirectamente, por la violencia; los triunfadores ejercieron, o dependieron, de la violencia. Pero, por fin, parecía que el sentido común nos había demostrado que la paz podría ser la gran solución. Un gran esfuerzo, imperfecto, sí, pero un gran esfuerzo por evitar más muertes, por acabar con la violencia fratricida y los ríos de sangre en que nos hemos bañado pareció unirnos. Sin embargo, los caudillismos y ambiciones personales de todo tipo, de los dioses de gobierno y oposición, están a punto de enterrar ese gran esfuerzo por convertir la paz en la gran panacea que nos permitiría dedicarnos a resolver los problemas sociales y de inequidad.
*Profesor Universidad de Cartagena
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