Cuando nace un hijo y se toma entre los brazos, se siente, sin lugar a equivocarnos, la tibieza de las manos de Dios, pero cuando nacen los nietos, se confirma su promesa de inmortalidad. Y es que ser abuelo no solo nos garantiza permanecer por siempre en este mundo sino también en convertirnos en la forma perfecta de ser padres que muchas veces no disfrutamos por el vértigo insaciable de la sociedad del ipsofacto.
Y es que, cuando llegan los nietos, los abuelos ya estamos en el trámite de pasar de la edad del vértigo y la pasión a la edad de la pensión y el sosiego, por lo que reclamamos el derecho a merecidos recreos disfrutando, sorbo a sorbo, cada una de sus miradas y de la totalidad de sus sonrisas.
Sin pensarlo dos veces nos convertimos en briosos caballos para que el minúsculo e incansable jinete nos suelte las riendas y recorrer con él, una y mil veces, no solo todos los rincones de la casa sino también las constelaciones más lejanas y, en un abrir y cerrar de ojos, batallar invictos contra fieros dragones y tiranos sin Dios ni ley.
Nadie duda que los hijos no nos pertenecen y como dice José Saramago: “Hijo es un ser que Dios nos prestó para hacer un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos”. Y es verdad, pues a ellos, tarde o temprano les germinarán sus alas y fabricarán sus propios nidos.
Pero entonces, llegan al rescate de nuestra soledad esos chiquitines amorosos, sabios y sinceros que, con un solo abrazo, restablecen nuestras fuerzas y hacen germinar ilusiones, paisajes y versos. “¿Qué me trajiste, abuelo?” Más que una pregunta es una orden perentoria para estar seguros de que no los hemos olvidado.
Y es entonces cuando la piedrecita que recogimos en el camino se convertirá, por arte de amor y de magia, en una pequeña roca lunar desprendida la noche anterior por uno de sus súper héroes favoritos, para que él la guarde en el cofre de sus fantásticos e invaluables tesoros.
Y cuando la felicidad nos embarga por la presencia de esos angelitos que conservan intacto el rostro de Dios, nos dará vergüenza saber que no a todos los abuelos del mundo se les permite semejante privilegio que nosotros recibimos a manos llenas.
Solo entonces comprenderemos que estamos endeudados con la vida y ese crédito debemos pagarlo de inmediato con sus respectivos intereses moratorios.
Por todo esto y por mucho más, es lícito disfrutar ahora y siempre de los nietos, más allá del tiempo y de las fuerzas, apropiándonos de la frase del escritor mexicano Armando Fuentes Aguirre quien asegura, contrariando a los sabios de la crianza moderna:
“Si hubiese sabido antes lo dulce y hermoso de ser abuelo, habría tenido primero a mis nietos y luego a mis hijos”.
Y es que ser abuelo no solo nos garantiza permanecer por siempre en este mundo sino también en convertirnos en la forma perfecta de ser padres que muchas veces no disfrutamos.
Y cuando la felicidad nos embarga por la presencia de esos angelitos que conservan intacto el rostro de Dios, nos dará vergüenza saber que no a todos los abuelos del mundo se les permite semejante privilegio (...)
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