Columna


Mi general, el hambre

HENRY VERGARA SAGBINI

19 de marzo de 2018 12:00 AM

En la mesa de diálogos de La Habana, donde intentaron ponerle punto final a más de medio siglo de barbarie, cometieron  un error imperdonable: no invitaron al más fiero, terco y sanguinario de los combatientes.

Y es que ni Simón Bolívar ni San Martín, tampoco José Martí, Pancho Villa, Gandhi ni Luther King; mucho menos Mao o Nelson Mandela, fueron los  grandes caudillos que reseña la historia. El espíritu revolucionario de todos esos pueblos fue liderado, en verdad, por un general enjuto, inflexible, de roído uniforme y ojos profundos: el hambre.

La humanidad se moviliza,  desde su creación, hace más de seis mil millones de años, entre el miedo a la guerra y el terror al hambre. La miseria es pues, la fuerza política más peligrosa y devastadora. Fue el hambre el que precipitó la Revolución Francesa de 1789 y atizó los gritos de “pan o sangre”, que aterrorizó a la crema inglesa en los años de la “hambruna” de 1840. Fueron, sin embargo, las viandas colocadas sobre la mesa de la turba embravecida las que realmente silenciaron el fervor revolucionario. La rebelión de las colonias europeas en Asia y América no tuvo sus raíces en arrebatos nacionalistas o religiosos; fueron los estómagos vacíos que, literalmente, empuñaron machetes y fusiles. Pero, muy a pesar de tan contundentes evidencias, los gobernantes de todas las épocas no comprenden que las ideologías van tomadas de la mano con la canasta familiar y,  por el contrario, se dedican a fabricar leyes y castigos tributarios que incrementan el hambre y la desigualdad.

El hambre y su asesora de cabecera, la corrupción, causan más muertes que la guerra y a los que no asesinan, los deja enclenques y débiles mentales, presas fáciles de inofensivos estornudos, víctimas eternas de los compradores de votos y conciencias. Hoy, las dos terceras partes de la humanidad padecen de hambre. Hoy también, y no es simple coincidencia, las dos terceras partes del planeta se encuentran en guerra y, como siempre, son los niños descalzos, las madres desamparadas, los abuelos inermes, quienes reciben el mayor impacto de esas balas implacables y silenciosas, masacres anónimas que, por persistentes, ya no conmueven a nadie. ¿Acaso no cuentan los once mil niños muertos diariamente en todo el mundo por no tener un bocado al alcance de sus labios? Cada ocho segundos se apaga, para siempre, una lucecita en el hogar de los pobres. A ellos solo sus padres y hermanos los lloran y sepultan en medio de la rabia y la impotencia, mientras aquí seguimos desangrando a los hemofílicos y comprando   pechugas de pollo a precio del oro de la corrupción.

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