Difícil que alguien hubiera pensado que en Colombia, algún día, un magistrado de alta corte se atreviera a obstruir la Justicia, y menos estando de por medio su propia responsabilidad en incidentes bochornosos para la Rama Judicial. Pero ocurre en la Comisión de Acusación de la Cámara de Representantes, con todos los hierros de la rabulería y el rastacuerismo de los pupitreros.
Un magistrado que nada teme porque nada debe habría hecho lo contrario: urgir a su juez para demostrar, cuando se pronuncie, su conducta impoluta, como la que se supone en un funcionario de su jerarquía. Nada expone, ni penal ni disciplinariamente, quien no haya quebrantado la ley ni doblado la trapisonda en arte.
Fue lo que el país creyó que vería en el magistrado Jorge Pretelt Chaljub, luego de que el abogado Víctor Pacheco revelara lo conversado entre ellos dos sobre el sonado caso de Fidupetrol. Sin embargo, Pretelt optó por lo primero: dilatar las diligencias que conducirían al esclarecimiento de los hechos, con el uso mañoso de las garantías procesales, salvando las formas del inciso y el parágrafo. La típica reacción de un tartufo que prefiere completar un período a resarcirse del desprestigio.
Guiado por su tabla de antivalores, Pretelt, símbolo de su época, arremete convencido de que la empapelada que apecha morirá como todas las que han muerto en la también desprestigiada célula parlamentaria. Su caletre no concibe que se derrochen dos años de tierra de cultivo donde son más fértiles las maromas de un magistrado que la jurisprudencia constitucional, con la alcahuetería de un fuero cuya virtud ha sido la de confirmar que los transgresores de elevado rango tienen juez en la Constitución pero no en estrados.
La tutela, una acción que el constituyente del 91 estableció para amparar nuestros derechos fundamentales, recibió de manos de Pretelt el dudoso honor de transmutarse en mercancía de catálogo, como los tractores de Alto Bonito. Algo similar se ha comentado de ciertas sentencias que, a pesar de los secretos a voces y de las advertencias del exmagistrado Pinilla, eludieron los artículos del Código Penal que definen los delitos contra la Administración de Justicia y les estampillaron, con la ayuda de un periodismo más militante que informativo y analítico, el latiguillo de “fallos históricos”.
Ya la honra no muere. No hay despropósito que la aruñe. Y la indignidad halló refugio en la presunción de inocencia, sea cual sea el nivel de la investidura demeritada. No nos asombremos, entonces, de que prosperen entre nosotros el aprovechamiento de los bobos y la resurrección de los esperpentos.
La política ya no está sola como industria de basura.
carvibus@yahoo.es
Comentarios ()