Columna


Malecón

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

21 de octubre de 2018 12:00 AM

Tímido y retraído, Roberto Burgos Cantor creció en la década de los años cincuenta, muy cerca de donde se presentaba, un año tras otro, en la Radio Miramar de Víctor Nieto, la Sonora Matancera con todos sus cantantes. Todavía no mostraba lo que llevaba por dentro: su fascinación por la belleza en la literatura, la plástica, el cine, la calle, donde estuviera. Pero veía, oía, sentía y guardaba en el disco duro para futura memoria.

Roberto fue, sin soluciones de continuidad, un hombre bondadoso, prudente, replegado dentro de sí mismo y consagrado, sin ostentar ni exhibirse, a lo que picaba su sensibilidad, desdeñoso de las adversidades y resbalones de toda peripecia vital. Por eso era un producto auténtico de su vocación, con una disposición congénita por las letras, el arte y su cultivo.

Como no presintió que alcanzaría el estrellato, se hizo abogado porque necesitaba vivir de un oficio, pero fijando siempre en el numen los dictados íntimos de su espíritu, con el fin de que su trasegar correspondiera a lo que quería y podía ser. Le sobró compostura para lograr el equilibrio que le garantizara sentar plaza de escritor y crítico llevando a la máquina de escribir sucesos cotidianos con sus hermosuras y miserias.

Burgos fue uno de esos casos que nos convencen de que no tenemos que estar presentes donde brincan y saltan los sueños y obsesiones que nos inspiran. Vivía distante del Caribe, pero su apego y arraigo al litoral seguían incrustados en las cuartillas de su narrativa, desde los cuentos de “Lo Amador” y las descripciones de “El patio de los vientos perdidos” hasta su columna del sábado 14 sobre el tren de Cartagena-Calamar, en este periódico.

Con “La ceiba de la memoria” se sirvió, como un investigador de fuste, de la historiografía que le brindó nuestro pasado cinco veces centenario para volver, con la valija cargada de insumos, sobre las injusticias que prolongaron los sufrimientos de una raza esclavizada y sumida en una miseria alucinante, apta, solamente, para dar sin recibir, y con la resignación y melancolía expresadas a través de sus cantos doloridos y del cuero de sus tambores.

En los cuentos y novelas de Burgos Cantor hay, ahora, historia de una Cartagena que desapareció, pero que aún vibra en los recuerdos de mi generación y de la suya. Allí respiran la ínclita ciudad y el ancho mar que nos han dado magia, música, bailes, santería, costumbres, ingenio, rebeldías, heroísmo, orgullo y una cultura unificadora por la fusión de los ancestros de tres etnias que se volcaron con más alegría que solemnidad en un producto humano típico de la cuenca que arropa a las Antillas y el norte de Suramérica.

No he leído su última obra, “Ver lo que veo”, pero tiene que ser una pieza digna del más reciente de sus lauros: el premio nacional de novela del Ministerio de Cultura.

*Columnista

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