Columna


Malecón

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

24 de junio de 2018 12:00 AM

Para algo tenían que servir, antes de iniciarse el nuevo gobierno, las adhesiones oportunistas de la segunda vuelta. Alborotar el Congreso con el aplazamiento del Código de Procedimiento de la JEP era la oportunidad perfecta para asestarle un golpe artero a la jurisdicción y demostrar de paso, y una vez más, la índole malsana de la clase política colombiana, en cuyo aprovechamiento y explotación el expresidente Uribe es un maestro.

Pendientes de la mermelada que el presidente electo prometió erradicar de las costumbres políticas, las bancadas que antes votaron la legislación que legitimara los acuerdos de paz (actos legislativos, leyes estatutarias y leyes ordinarias) le atravesaron, a pedido del presidente electo y de la bancada de su partido, un palo en la rueda a la discusión final. De enrumbarse por la misma trocha el cambio que nos prometieron, Petro no será la única amenaza que aceche a nuestra democracia.

La paz como maldición ha sido el músculo de la política de seis años para acá y la razón para trancar la proyección del posconflicto, aun desde cuando el Centro Democrático era una minoría sin gobierno. El capricho de un ególatra carismático se ganó un futuro de cuatro años que podría derrochar si él y su cauda instalan, en el aparato de Estado, la mezquindad que abunda en el colectivo y las individualidades de su cenáculo de papagayos. 

Una desgracia de carácter familiar, lamentable pero privativa de quienes la sufrieron, se la han subrogado al país como un programa de partido. Y sigue ahí, incólume y coincidente con intereses económicos y de clase que hacen causa común con la vindicta del condotiero intransigente. Lo corroboró el presidente de la Corte Constitucional al aclarar que, jurídicamente, en nada condiciona la norma sometida a control de sus jueces la aprobación del Código de la JEP. Desenmascaró la hipocresía de los impugnadores.

No he sido santista ni uribista, pero soy un colombiano que cree en “la unidad de lo diverso”, el desgastado pregón que mientras más lo invocan menos respetan nuestros dirigentes. Los dos polos de la testarudez lo proclaman con ardor y lo desmienten con impudicia como actores y charlatanes. Y en torno a dicha falsía continúan girando el arte de gobernar y el bien gratificado deber de legislar.

En Colombia la teoría política y la práctica política conviven divorciadas. Como en las sociedades donde todo evoluciona menos la sordidez de la política, los partidos son el reflejo del suelo que pisamos. El viejo adagio que dice que donde hay sociedad hay derecho, lo acabó de invalidar la sumisión del Congreso. Aquí la representación democrática no es la imagen de la conciencia social, sino sus contraindicaciones.

Igual que el conde de Saint-Simon Uribe dirá -y se lo creen- que desciende de Carlomagno.

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