Columna


Los retratos de la muerte

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

18 de julio de 2018 12:00 AM

La extremaunción, más que un sacramento, es una variante de las artes plásticas. Con el mismo óleo que el pintor usa para inventar una vida, el padre de tu iglesia te prepara para recibir la muerte. Ahí es cuando uno se pregunta si la muerte es una vieja artista que llega y pinta la última escena, el brillo postrero de un incendio que se apaga y del cual sólo quedan trazos y cenizas.

Desde que naces ya te está retratando la muerte. Ella te persigue, te ve crecer y anota cada rasgo tuyo, no se le escapa el punto de fuga ni la perspectiva. No sabías que cuando cruzabas una calle, cumplías años o dormías un rato tú estabas posando. Incluso leyendo estas palabras la tienes en frente, midiendo con sus manos de vieja los pormenores de tu retrato. 

La muerte pinta pero eso no la hace mejor persona. Es ella la que decide si construye lienzos de niños o ancianos, multitudes o llaneros solitarios. Si así lo desea, pudre con ingenioso pincel las frutas de la despensa, pero entonces deja inconclusas las moscas para que vuelen vivas sobre la pulpa rancia de los mangos. Lo mismo le da los bodegones y los condenados, los motociclistas y los náufragos, los maestros y los pacientes en coma: todo es susceptible de ser consumido por su trazo.

De manera que cuando el cura acude a la cama del enfermo para ofrecerle paz cristiana y untarlo con el aceite sagrado, lo que está haciendo es diluir con premura y resignación los óleos de la muerte. Allí, en el momento indicado, la artista más antigua de todas termina al fin una de sus tantas obras. Después estampa su firma y la manda tranquilamente a la tumba, dejándole bajo una lápida que exhibe en los cementerios como quien cuelga un cuadro en una galería.

En menos de dos semanas me ha tocado venir al cementerio de la ciudad varias veces. Caminando entre las losas grises de los difuntos siento que recorro los pasillos de un museo dedicado al tiempo y a la caída. Una exposición permanente de nombres y fechas, de margaritas secas y rosas de tela que jamás se marchitan. Aquí están pintados muchos de mis seres queridos, metidos en un cajón de madera como un dibujo que se guarda dentro de una gaveta. Piso con cuidado el pasto horrible de sus sepulturas: técnica mixta de óleo sobre tierra.

Me pregunto en qué lugar colgará la muerte mi retrato. Sé que ahora me está pintando, pero ignoro si le falta mucho todavía o si ya está acabando. Si al menos pudiera salir de este plano en el que solo estoy posando y hablarle, le pediría que me dijera si ya dibujó mi boca, si en el diseño eterno de mi partida ha puesto un rictus sereno o una sonrisa.

“Después estampa su firma y la manda tranquilamente a la tumba, dejándole bajo una lápida que exhibe en los cementerios como quien cuelga un cuadro en una galería”.
 

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