Columna


Los afanes del reloj

HENRY VERGARA SAGBINI

25 de junio de 2018 12:00 AM

Como todos los domingos por la tarde, Carlos Arturo, vecino e incansable conversador, acechaba, cual tigrillo, al primero que cruzara frente a su terraza para maniatarlo a punta de mecedora y aroma de café, disparándole a quemarropa, preguntas inteligentes y punzantes, rumiadas  entre  añoranzas campesinas, paisajes, afectos imborrables y oscuras pesadillas de El Salao, su pueblo natal.

Carlos siempre va más allá de lo obvio por lo que es preciso examinar, con guantes y pinzas, cada una de las palabras de este especialista en poner en aprietos a sus interlocutores, desnudándolos frente a los profundos enigmas de la vida: “Si cada ser humano tiene su afán, ¿por qué los relojes los cortan con la misma tijera?”, me preguntó esperando que le contestara y acribillarme con sus argumentos. Por estrategia, no mencioné la obsesión del Homo sapiens  en medir y capturar  al  tiempo, ese que jamás vuelve, atropellándonos  sin descanso en constante evolución, testigos mudos e impotentes de su  paso inexorable mientras se nos escurre entre las manos sin poderlo detener. No pronuncié palabra sobre el origen de los relojes, creados para medir el tiempo, evolucionando desde la clepsidra o reloj de agua en el antiguo Egipto, pasando por el de arena, el de sol, los infalibles relojes suizos  hasta llegar a los modernos cronómetros atómicos que no se equivocan ni atrasan jamás. Decidí guardar silencio esperando que Carlos Arturo, como ocurre casi siempre, se respondiera él mismo la pregunta que me hizo.

“Quienes inventaron los relojes se equivocaron, porque debieron fabricarlos acordes a las necesidades, gustos, costumbres y mañas de cada cual: al niño no le importa malgastar el tiempo, pide que corra desbocado, pero el viejo, pone anclas a cada segundo que le resta. Las viudas y huérfanos de la masacre de El Salao no necesitan reloj de ninguna clase porque les acribillaron  el tiempo y las ilusiones. Los ingleses y alemanes fijan citas estíticas mientras nuestros nobles campesinos las programan en la mañana, en la tarde o en la nochecita. Otros prefieren que es mejor verse ‘un día de estos o cuando recoja la cosecha o se me pase el guayabo’.  Y por último, deberían inventar el reloj del  político. Después de cada elección triunfal, cuando su líder de barriada, a quien  le compró la conciencia por unos pesos, dos abrazos en público y un plato de sancocho, lo llama recordándole, cada cuatro años, el cargo prometido durante el vértigo de las sucesivas campañas, el tipo le contesta con una sonrisita cínica, mirando su reloj con incrustaciones diamantinas: ‘Tranquilo, no te preocupes, ni te desesperes que yo te llamo’”.
 

 

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