El 4 de enero de 1964, entramos a la Escuela Naval Almirante Padilla, 114 jóvenes de diferentes regiones del país, la mayoría menores de 18 años, debido a que en esa época se ingresaba con cuarto año de bachillerato, todos llenos de ilusiones por llegar a ser oficial de la Armada. Pertenecíamos al contingente 38.
Muchos, como yo, no conocíamos el mar, pero sentíamos un llamado desde nuestro interior por conocerlo, había leído La Odisea, de Homero, y de alguna forma las aventuras que tuvo Ulises en el mar para regresar a su casa, habían influido en mí en la decisión de hacer el mar parte de mi futura profesión.
Todavía no sabía en qué mar iba a navegar. El primer día comenzó con la peluqueada donde muchas melenas estilo Elvis Presley rodaron por el suelo. En esa época la vida del cadete de primer año era muy exigente y como nos decían los cadetes más antiguos (segundo año para arriba), “el recluta no tiene derecho ni al aire que respira”, simbolizando cero derechos e infinitos deberes. A los 3 meses vino el juramento de bandera y recuerdo a un compañero barranquillero que había ingresado pesando 120 kilos y después de 3 meses pesaba 70, y cuando su madre le fue a entregar el fusil, no lo reconoció. Las horas de trote y ejercicios habían hecho su trabajo mejor que una dieta.
El primer año pasó lentamente, se celebraron los juegos interescuelas en la ENAP, fuimos a desfilar a Bogotá y finalmente de los 114 reclutas solo pasamos 72 a segundo año. Habíamos pasado la etapa más dura, pero iniciábamos una con mayores exigencias, principalmente académicas, porque comenzábamos a ver cálculo y ecuaciones diferenciales, que se convertirían en el martirio de muchos; pasamos a tercer año 51, a cuarto 22, hasta graduarnos solo 20 el primero de julio de 1968. Muchos recordarán seguramente a los educadores Flóres y Polo, grandes profesores matemáticos de cálculo y ecuaciones diferenciales.
Cumplimos 50 años de graduados, y existe una tradición, donde nos reuniremos nuevamente con las familias de cada uno en la Escuela Naval en una ceremonia especial, en la Fuerza Naval y Club Naval, recordaremos las horas de trote, calabozo (en esa época existía) a pan y agua y una hora de sol, rutinas disciplinarias (castigo con fusil todo el día y sin descanso), salidas a quien cumplía años, rugir del tigre en los primeros embarques por mareo, vacaciones (las más añoradas cada año), las diferentes etapas como oficial y cómo conocimos a nuestras esposas, todas salpicadas de risas y añoranzas de una vida llena de sacrificios pero plena de satisfacciones por haber pertenecido a una de las profesiones más hermosas, donde se sirve a la patria, nunca pensando en servirse a sí mismo.
Termino con unas palabras de Peter Drucker en el ocaso de nuestras vidas: “Las grandes obras son hechas no con fuerza sino con perseverancia”.
*Rotaremos este espacio para mayor variedad de opiniones.
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